lunes, 11 de octubre de 2010

Banderas

Este país en el que nací y que habito y cuya propiedad no tengo, pese a la creencia general de que nos pertenece, se ha llenado de la noche a la mañana de banderas. Trozos de tela, ya saben, dos franjas rojas y en el centro, una amarilla que suma las medidas de las otras dos, denominados por algunos la enseña nacional o la rojigualda, que llenan de colorido las ciudades y los pueblos. Banderas por doquier, en balcones, vehículos, camisetas…
Lo que no ha conseguido la razón, lo ha obtenido el balompié. Han bastado, que no es poco deportivamente hablando, un campeonato europeo y un campeonato mundial para que la mayoría de los que aquí habitamos, nacidos o no en esta tierra, comprendiéramos que la bandera de un país no pertenece a unos pocos, ni siquiera a una ideología concreta. Poco importa ya que algunos se hayan apoderado de ella durante decenios, para utilizarla como un instrumento de exclusión, como un símbolo de división.
Podría decir que no soy de banderas y no sería del todo cierto, porque anoto la ausencia de banderas de lo importante. Salvo la bandera pirata, que bien podría ser la de los sueños; añoro banderas de convivencia, paz, generosidad, solidaridad, justicia o libertad. Echo en faltas banderas de entusiasmo o de esperanza. Probablemente porque desconocemos cómo se tejen y de qué colores deberían ser.

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