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sábado, 30 de marzo de 2013

La casa de la música


Siempre he dado por buena la creencia de que la música habita en la mente de quien la escribe o la interpreta. Pero es indudable que hay otro hábitat, ajeno a la mirada, donde la música encuentra su espacio propio.
Un lugar interior, una diáfana sala con ventanas por las que se introduce la luz para bañar la estancia e iluminarla parcialmente; dejando a las notas dormidas el cometido de finalizar esa tarea de iluminación, al despertar con las caricias de diestros dedos sobre las cuerdas o el virtuoso desliz del arco.
Una caja de paredes rectas y curvas, levantadas con maestría por el luthier; artesano de manos precisas, tarea minuciosa y paciencia casi bíblica, cuya labor no finaliza hasta que no se registran los primeros huéspedes, en forma de blancas, negras, corcheas o semicorcheas.
Y es entonces cuando solo visible para ojos perspicaces esa caja se transforma en la casa de la música. Un paraíso donde madera, luz y sonido conviven en armonía. En un letargo interrumpido para alertar a los sentidos y conducirnos al sendero de la emoción, a través del tacto, la visión o el oído.


Foto: "Interior de un violín", de Bjoern Ewers y Mierswa Kluska.