domingo, 25 de marzo de 2018

Códigos

No me preocupa que llueva, siempre que el agua vaya hacia abajo. Ignoro los códigos. Evito los de los periodistas, porque son habitualmente artificio y están sujetos a constantes metamorfosis. Desconozco a mi pesar los de músicos, escritores y pintores. Y el resto me son ajenos. Distantes de las paredes del callejón. 
No envidio al pez en su pecera, pero entiendo que emerja solo para respirar. Aunque a veces no merezca la pena ni eso. 
Tampoco envidio a aquellos que miran a la oscuridad para esconder su torpeza. Siempre hay sobreabundancia de miseria. 
Desconfío de quien jura sobre libros sagrados o laicos, porque con excepciones el corto o medio plazo desenmascara la hipocresía del acto para enseñar manos ardiendo que nadie se molesta en amputar. Así que la extremidad de fuego convive con naturalidad con la lengua de serpiente. 
No me nublan la vista las banderas y ya hasta la pirata me pone en alerta. Solo quienes enarbolan la blanca como muestra de parlamento, nunca de rendición, merecen mi atención. 
Desprecio la letanía de los vendedores de crecepelo, esos que disfrazan el humo usando palabras y tecnología como si fueran la piedra filosofal. 
Contemplo las veletas sin necesidad del soplo del viento para adivinar su cambio de dirección. 
Y he aprendido a esperar, incluso a costa de no renunciar a cierta dosis de impaciencia. 
Sigo paseando o deambulando, indistintamente, sin rumbo y sin preocuparme por ese proverbio que subraya que los que deambulan nunca se pierden. 
Y no desdeño un lugar al sol entre las bambalinas desde donde admirar el movimiento de los hilos que mueven marionetas convencidas de su autonomía. 
Maúllo y bufo desde la equidistancia que proporcionan la falta de certezas y la convicción de que mañana de nuevo amanecerá. 
Solo marco el territorio que alcanzo con la mirada. Y en ocasiones ni eso. 
Miro absorto el trazo de tiza en la pared, dudando entre descifrarlo o dejarlo correr. Sabiendo que será tarde cuando alguien lo borre o comience a llover.

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