lunes, 19 de febrero de 2018

La plaza San Felipe de Neri

Todas las ciudades esconden secretos, algún rincón perdido que ha sobrevivido al paso del tiempo sin apenas cambiar durante décadas, un callejón semiescondido, una vivienda habitada por alguien que ni sospechábamos o que fue construida por tal arquitecto, un objeto incrustado en un muro... 
Algunos de estos secretos han permanecido ajenos a los ojos de la mayoría de los visitantes y solo la casualidad o la confidencia han permitido a muchos conocerlos. Algo que cada vez es más difícil preservar por la cantidad de turistas y por los nuevos hábitos difusores derivados del uso y expansión de las redes sociales. 
La primera vez que visité la plaza de San Felipe de Neri en Barcelona era uno de estos sitios ocultos a los ojos de visitantes inesperados, salvo a los de algún despistado. De hecho recuerdo que nos costó encontrarla a pesar de estar en una zona muy céntrica y muy turística de la ciudad, en pleno barrio Gótico, porque no estaba señalizada y además porque por uno de sus dos únicos accesos era difícil pasar a la plaza, ya que se encontraba en obras y unos andamios y plásticos a modo de telas colgando daban la sensación de que tras ellos solo podía hallarse un muro o similar y no el angosto callejón que desembocaba en ella. 
Recuerdo que era verano, cuando caían las últimas luces del día. Y a pesar de que había instalada una pequeña terraza en una esquina, me llamó la atención el silencio que reinaba en la plaza. Esa luz, ese silencio y la quietud que desprendíamos el puñado de personas que estábamos allí con un pausado tránsito contribuían a generar una atmósfera sobrecogedora. Acrecentada por los testigos visibles y mudos del horror en sus muros. Es el escenario de una tragedia y el paso del tiempo no ha conseguido borrar el poso de ese pasado, como si quisiera recordarnos que la barbarie no tiene fecha de caducidad y que el olvido es una opción contra el dolor, pero nunca para eliminar o desdibujar la memoria. 
La última vez que estuve habían finalizado las obras del acceso por el callejón y el silencio se había esfumado. Imagino que se ha incluido la plaza y su ubicación en alguna guía turística o en el manual de un touroperador por el Gótico. De modo que la plaza estaba tomada por diferentes grupos de turistas, incluida una representación de japoneses que literalmente tomó y ocupó la fuente situada en la zona central. 
Me sigue sobrecogiendo la visión de los muros con los impactos de la metralla de las bombas. Puedo retroceder hasta aquella mañana de invierno de un 30 de enero cuando los aviones surcaban el cielo de Barcelona. Puedo escuchar las voces de los niños en el subterráneo de la iglesia donde estaban refugiados, puedo ver sus caras al oír los proyectiles caer, ignorando con esa inocencia infantil su mensaje de muerte. Puedo oír los gritos, las carreras y el segundo bombardeo dos horas más tarde; y entonces, sí, el silbido de las bombas antes de estrellarse contra el suelo. Y luego, el humo, la sangre, los llantos y más gritos, la angustia, el dolor, el caos y hasta el olor de la pólvora y la carne quemada… 
Cuentan que después en esa misma plaza, frente a esos mismos muros y como represalia se produjeron fusilamientos. Y las piedras, como en tantos otros lugares, aunque mudas, cuentan la historia de aquel tiempo, de aquel día, de aquel momento en el que lo peor de los humanos volvió a ser protagonista. 
La guerra siempre es en cierta medida la derrota de las palabras. El fracaso del diálogo. Pero después hay que recuperarlas, hallar las adecuadas para rescatar el relato, para que la atrocidad no venza ni se imponga impunemente a través de la sangría y el olvido o la manipulación de lo acontecido. 
La memoria de las víctimas siempre es una herida, pero hay que curarla y ayudar a que cicatrice. Puede reabrirse, infectarse y lo más terrible, conducir a ese territorio en el que no hay mañana y el ayer y el hoy se confunden. Por eso su persistencia no se puede confiar al testimonio simbólico de unas piedras. 
La plaza San Felipe de Neri es ese testigo sin voz de un horror no muy lejano. Hay que visitarla, sobreponiéndose a los turistas. Y hay que contarlo.

Nota.- El 30 de enero de 2018 se han cumplido 80 años del bombardeo de la Plaza de San Felipe de Neri en Barcelona en el que murieron 42 personas, la mayoría niños.

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