Ya
Santos Discépolo sentó cátedra en el tango “Cambalache”: …el que no llora no
mama y el que no afana es un gil…”. De estos últimos, de los giles, quedamos
unos cuantos; por tontera o por falta de oportunidad, incluso puede que por
honradez. Y de los lloradores, también se cuentan unos pocos, aunque no los
calificaría de giles.
Nunca
me han gustado los que lloran por sistema. No tengo tripas para ellos, ni
siquiera las de gato. Pero les va bien. Han hecho del llanto un arte y
consiguen remover al más plantado. Han alcanzado tal virtuosismo interpretativo
que en contadas ocasiones necesitan de las lágrimas, reales o fingidas, y
cuando las utilizan estamos sin duda ante un momento álgido de su actuación, ya
que lo habitual es fiar su interpretación al dominio del llanto oral. Y lo
bordan, créanme.
Es
un aprendizaje de años, acompañado de la plena convicción de que son
merecedores de lástima y de que los astros se alinean en su contra. De manera
que cualquier desgracia sufrida por un semejante es inferior a la padecida por
ellos. Y sin duda, no existen mayor aflicción y desconsuelo que los suyos.
Cualquier
tema abordado en una conversación es la excusa perfecta para compartir su pesar
y de ser posible, aturdir con él al interlocutor, que pese a la carencia de argumentos
válidos es vulnerable al martilleo machacón de palabras y pucheros cuyo único
fin es dar pena.
Y
pobre de aquel que ante un tercero, interlocutor en alguna o varias ocasiones
del penante y por tanto espectador de privilegio del lloro, cuestione la
veracidad de lágrimas y pesares y ose calificarlo además de palizas, porque
será taladrado con la mirada y le harán con afiladas lenguas su correspondiente
traje con esmerados pespuntes. ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
Llorones
y chorros. Y ríanse de los giles.
Audio: "Cambalache", interpretado por Malevaje.
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