Me aburren los tipos que siempre se miran el ombligo. Los guays cargados de hiel, amparados en el egoísmo, la incomunicación y la soledad. Aquellos que te abrazan si te sumas a su causa y te ajustician en la plaza pública si osas disentir. Los que se suben al mástil de la libertad para oprimirte con la bandera.
Aquellos que te pasan el brazo por el hombro, mientras en la mano contraria empuñan la daga y te llaman amigo; a la par que se aferran al instinto para suplir al valor del que carecen y alojarla lo más cerca de tu corazón.
Pobres ignorantes. Desconocedores de que pinchan en hueso, de que el acero de una daga no causa más herida que aquella que abre la carne y de la que brota la sangre. Ajenos a que la pluma, en apariencia débil, atesora más fortaleza y certeza que la pistola o la espada.
Amargados. Seres que se regocijan en la desgracia, en la propia y en la de los otros. Y que aún creen que necesitan gritar para ser escuchados. Incapaces de entender, porque nunca intentaron comprender. Sordos y ciegos, pero con una lengua desatada, manejada con el rencor y la destreza del látigo que muerde la carne.
Escudados en apariencia en causas nobles, cuando en realidad andan emboscados, esperando su oportunidad de cobrar la deuda de afrentas imaginarias. Siempre prestos a hacer mofa del caído. A zancadillear desde la invisibilidad que ofrecen las sombras. A convertirte en una sombra.
No sé quién o qué cosa está inspirando ultimadamente tus entradas, si es una musa disfrazada de golondrino, o el golondrino mismo. Pero lo cierto es que haces reflexionar y mirarnos hacia adentro; pararnos a hacer ese inventario de nuestras vidas y el balance con los resultados obtenidos. Tras ello, se me ocurre entonces que quizás descubramos que todos un poco aburrimos, aunque como siempre, unos más que otros.
ResponderEliminarQuizás sea uno de los más si me dejo guiar por tu decir, porque soy capaz de ver en mi la hiel que a veces destilo, mi propio egoísmo y esa soledad impuesta en la que habito.
Pero no dejo de pensar en cómo es cierto que el puñal solo mata mientras que la palabra hiere, y que tal vez esa herida es más terrible que la propia muerte, porque quiebra el espíritu y no hay cosa peor que vivir con el alma maltrecha.
Pero a mí, más que aburrirme los ignotos que zancadillean, me divierten. Me aburren más aquellos otros que van por la vida de prepotentes; los listos y poderosos que cuando los enfrentas gritan más alto para hacerse oír aunque sus palabras no dejan de ser huecas, que se amparan en los amigos que le siguen la corriente y les ríen las gracias, los que presumen del tanto valgo porque mira todos mis bienes. Estos sí qué se miran el ombligo, aunque vete tú a saber si no es porque están dilucidando cuestiones primordiales cómo saber si se crece más para arriba o para abajo de él.
Los que zancadillean y los prepotentes son los mismos. Primos hermanos, cuñas de la misma madera. Proliferan. Andan crecidos. Y ladran. Un bico.
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