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sábado, 3 de abril de 2010

De cepas

Cuando nacieron mis peques mi padre me dijo que eran de buena cepa. Conociéndole estoy seguro de que lo decía por él, aunque yo por la parte que pueda tocarme no lo negaré. Tan sólo espero que con el paso del tiempo esa cepa no se tuerza y de buenos sarmientos. Algo difícil de aventurar a tenor de lo que observo en otras cepas. No es que se hayan torcido, es que se han retorcido hasta lo inimaginable.
Cada uno ve lo que quiere ver. Of course. Pero en la observación se mezclan la cepa torcida y la mala cepa por naturaleza, restando significado a la semilla y poniendo el acento en su crecimiento, expuesto a parásitos, filoxera o cualquier contaminación externa que de no ser atajada acabará con la planta.
Llegados a ese punto, poco importa la naturaleza del mal, si es innato o adquirido, pero si la intención y las consecuencias. Y ahí si observo diferencias entre el maestro y su aprendiz; entre el que hace sangre y aquel que hace sangre y a la par sangra, porque la intención de dañar es manifiesta, pero también lo desmedido de ésta.
Y es esa impericia en la medida de las consecuencias la seña de identidad del aprendiz. Y sin embargo no le exime de responsabilidad, porque esa impericia no rebaja en modo alguno la intención de hacer daño, aunque se vista de ira, celo, furia o despecho o se exhiba la testa coronada.
Pueden existir atenuantes por la incapacidad en el cálculo de las consecuencias, pero no por la mala fe en la actuación. Por lo mismo es conveniente distinguir las cepas y diferenciar el vino del vinagre.