Hubo un tiempo no muy lejano en que la arruga no sólo era bella; sino también una de las señas de identidad de esa España moderna que estaba por hacer. Aquellos tiempos nos dejaron dos Adolfos con desigual suerte y prestigio, uno, Suárez, y el otro, Domínguez. Este último fue junto a otros muchos como Ceesepe, Barceló, Mariscal, Ouka Lele o Almodóvar la cara y el espíritu del paso de una España en blanco y negro a color.
Domínguez creció con ese país del futuro convertido en presente. Traspasó fronteras con su moda, conoció la zozobra empresarial por disputas familiares e incluso cotizó en bolsa. Permaneció fiel a la belleza de la arruga, nos trajo más color y nos convenció de que en lo textil otros materiales eran posibles. También nos mostró el camino de la poesía y la meditación.
Luego, no se bien en que momento, abandonamos el color para pintar una España gris. En ella descubrimos que la cartera puede ocupar sin rubor el lugar del corazón. Comprendemos que los 80 quedan más atrás de lo que pensábamos y deseábamos y que aquel tipo de aspecto frágil y aniñado ya no cree en Peter Pan.
El viento y el aroma del cambio quedan arrumbados en la memoria para dejar paso a las necesidades del mercado. La arruga ya no es bella. Su propio creador sorprende reclamando un planchado de despido libre.
Y este gato, consumidor reincidente de sus colecciones, entra en el vestidor y mira las perchas pensando en por qué renunciamos a la ética por la estética. Con lo bien que convivía el lino con la decencia.
Domínguez creció con ese país del futuro convertido en presente. Traspasó fronteras con su moda, conoció la zozobra empresarial por disputas familiares e incluso cotizó en bolsa. Permaneció fiel a la belleza de la arruga, nos trajo más color y nos convenció de que en lo textil otros materiales eran posibles. También nos mostró el camino de la poesía y la meditación.
Luego, no se bien en que momento, abandonamos el color para pintar una España gris. En ella descubrimos que la cartera puede ocupar sin rubor el lugar del corazón. Comprendemos que los 80 quedan más atrás de lo que pensábamos y deseábamos y que aquel tipo de aspecto frágil y aniñado ya no cree en Peter Pan.
El viento y el aroma del cambio quedan arrumbados en la memoria para dejar paso a las necesidades del mercado. La arruga ya no es bella. Su propio creador sorprende reclamando un planchado de despido libre.
Y este gato, consumidor reincidente de sus colecciones, entra en el vestidor y mira las perchas pensando en por qué renunciamos a la ética por la estética. Con lo bien que convivía el lino con la decencia.