viernes, 18 de octubre de 2019

El dedo y el fuego

El fuego siempre tuvo algo de purificador, pero también mucho de destrucción. Es innegable la atracción del hombre hacia el fuego y la capacidad de éste para capturar su mirada, para atraparlo en el baile de sus llamas consiguiendo que casi desaparezca lo que hay y ocurre alrededor. 
Ha quemado el fuego bosques, libros, cruces, edificios, automóviles, brujas, herejes… y ahora además se ha convertido en un elemento de manipulación que se sobredimensiona en función de los grados de inclinación de la cámara de fotos o de televisión con que se fotografía o graba para justificar titulares tan incendiarios como el propio fuego. 
El objetivo no es solo que ardan contenedores e improvisadas barricadas en las calles, se trata también de chamuscar la vista y el resto de los sentidos para aletargar las neuronas e incendiar de paso las mentes. 
Y si el fuego es insuficiente no faltará una mano dispuesta a señalar a uno u otro grupo de pirómanos con la esperanza de que si la vista no repara en el grupo deseado al menos quede fija en el dedo. Por ello no produce alarma la ausencia de bomberos y elementos de extinción de incendios y se jalea la abundancia de cerillas, mecheros, banderas y gasolina que como cualquiera sabe son los mejores inventos para sofocar las llamas. 
Porque se trata de eso, de mantener las hogueras, de avivar el fuego, sobre todo en las vísceras, para que los menos se paren a pensar. Y ese dedo, que bien pudiera tener algo de espada flamígera, contribuye sin inocencia a que las llamas cieguen. 
Lo terrible es que se trata de un fuego inhóspito, de esos que no da cobijo y deja que el frío campe a sus anchas. Los pirómanos saben lo que se hacen, o incendian las mentes o dejan que se congelen. Dominan el uso del fuego y la gasolina ya sea con gestos o palabras. No olviden que todo discurso incendiario ha ido generalmente acompañado de un dedo amenazador. Y por supuesto, con la acusación por delante de que quien provoca el fuego es el otro.

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