martes, 10 de septiembre de 2019

Volar

Lo malo de volar es que no puedes permanecer indefinidamente suspendido en el aire. Lo terrible es no poder aterrizar, perder el contacto con la tierra. Se puede volar sin alas, incluso sin motor. Pero tarde o temprano sientes la necesidad de bajar. 
Hay quien pasa media vida volando. Y si le dieran a elegir, no dudaría en pasar la otra media en el aire. De igual modo, hay quien no ha volado nunca y probablemente se resignaría a seguir así. Debe ser triste eso de no haber volado alguna vez y negarse a hacerlo. Será falta de perspectiva, el miedo a la altura o el temor a lo desconocido. Puede que solo sea comodidad o indiferencia. Quizás sea carencia de imaginación o ausencia de espíritu aventurero. 
Volar es sencillo. Solo se necesita cerrar los ojos. Y dejarte llevar. Por corrientes de aire imaginarias. Corrientes de notas de música, de hilos de palabras, de imágenes recobradas o por descubrir… Por líneas invisibles que trazan caminos en el cielo. Líneas rectas, curvas, paralelas, perpendiculares… Por rutas marcadas por otros voladores. Rutas de aves migratorias de sur a norte y de norte a sur, rutas de insectos en su visita de flor a flor, rutas de pioneros creadores de artilugios que despertaban la chanza de sus semejantes, empequeñecidos más si cabe al surcar el cielo aquellos inventos hijos del sueño… Por lo prohibido, que siempre es el mejor motor para despegar, aunque en demasía el aterrizaje es forzoso y de consecuencias desastrosas. 
Volar siempre fue sinónimo de libertad. Y el mejor vuelo es el que se hace con la mente. También puedes hacerlo con una compañía aérea; probablemente sea más práctico, pero también más previsible y más aburrido. Ya saben, ya lo cantaba el Loco “puedes vivir una vida de hogar, búscate un marido con miedo a volar”, pero no hables de futuro. Aunque también cantaban Los Lola (Lola Nos Quiere) “saltando muy alto, apretando los dientes, cerrando los ojos, abriendo los brazos, para volar”. Para volar.

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