viernes, 7 de julio de 2017

Viento de ayer

Siempre sopla ese viento en sentido contrario a las agujas del reloj. Se cuela entre los dedos, arrastra los pedazos de la tormenta y muestra los jirones que el tiempo deja en la piel. 
No se ve, es incluso difícil escuchar las notas de la canción que susurra en los oídos entreabiertos; un rock para olvidar o un tango para recordar que “ayer escribí en el viento las cosas que hemos perdido, cosas que nunca cuento, cosas que nunca olvido”. 
El ayer siempre es hoy. Y ese viento ruge en silencio, agita el líquido pardo del fondo de la botella para despertar una tempestad. 
Los ojos brillan como luceros de fuego. La sangre golpea una puerta inexistente. Y solo pervive el sueño de abrir una ventana para escapar o para que el viento entre o salga, borre los surcos de la memoria y el vacío cree ese mundo de ficción que es la calma. 
Pero no hay tregua. La amenaza de la zozobra aumenta con cada rugido. El mar se embravece y la cresta de las olas despierta a los demonios dormidos. El rumbo se torna incierto. El naufragio parece inminente. Solo las velas mantienen el pulso con el viento para alejar la nave de las rocas. Hasta las sirenas duermen. Y la luz parece enredada en el mismo fondo de la botella donde nace la tempestad.
Es cuestión de tiempo. Y el relojero asiente, intentando descifrar el mecanismo de la máquina que mide el tiempo.

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