Escucho,
no sólo oigo, a Mario Gas a través de las ondas afirmar que “lo más importante
es la gente”. En lo colectivo es indiscutible, pero individualmente existen
innumerables ejemplos de personas que carecen de importancia o deberían
carecerla.
La
realidad nos presenta un panorama opuesto, la gente como colectivo no importa y
sólo son de interés algunas personas desde una óptica individual. Y al instante
surge la pregunta, ¿en qué momento dejó de ser importante la gente? Quizás
nunca lo ha sido. Lo importante era llamarse Ernesto y poco o nada importaba
Ernesto.
Se
convirtió a la gente en números; una mera operación contable exenta de
condicionantes morales o de cualquier otra índole ajenos a la estadística o los
negocios. La importancia de las personas se reducía al signo marcado por la
operación correspondiente y su valor era instrumental, dependiendo de su papel
en esa operación y el resultado de ésta. Se impuso el mercadeo y se equiparó el
valor al precio.
En
esa conversión de personas a cifras se perdió el rumbo. El yerro del camino
condujo a la renuncia de valores y al abandono de la razón y el corazón. La
montaña de números nos sepultó y ahora apenas somos capaces de estirar los
brazos y de abrir la boca para emitir algo similar a un grito, que bien pudiera
ser una petición de ayuda o bien una muestra de indignación pero que
probablemente no sea más que un exabrupto ininteligible.
Es
hora de creer que lo más importante es la gente. Y de demostrarlo. Empezando
por cada uno de nosotros. Tiempo de recobrar corazón y razón. De creer en la
importancia colectiva sin renunciar a la individual. De reivindicar al ser
humano frente al número. Por valía y porque el valor nunca es igual al precio.
Por fortuna, siempre ha habido unos cuantos, rara avis, que jamás equipararon valor y precio y que, en ninguna circunstancia, han dejado restarle importancia a la gente. Pero apenas les oímos con el ruido que producen los números a que hemos sido relegados.
ResponderEliminarUn beso.