viernes, 18 de marzo de 2022

En directo

 
 
 
Del norte llegan aguas estancadas que agitan cuerpos y recuerdos de esa música que permanece en la memoria y a la que volvemos una y otra vez, probablemente desde la frontera que delimita la consciencia y la inconsciencia; esa línea que es irreal y que dibujamos o nos ensueña para acotar esa música que nos hace sentir todavía frente a esa otra que se etiqueta y envuelve en aras de una innovación y modernidad que apestan a mordida de discográfica. Justificamos la discrepancia aseverando que son lo que fuimos, aunque la distancia es sideral y lo que ellos son, sin ser mejor ni peor, dista mucho de lo que fuimos, lo que creímos ser o simplemente, lo que deseamos haber sido. Tenemos la legitimidad de la supervivencia, el aura del mito de Peter Pan y una extraña convicción en esa falsa leyenda de que los rockeros nunca mueren.
El agua de Los Estanques es transparente y aunque ellos se cuelguen el cartel de 'pop progresivo' y se hermanen con los DMBK, la realidad es que su música es la misma que sonó en aquellos campos donde la juventud parecía eterna; es aquel mismo rock que fluía entre flores y dietilamida del ácido lisérgico. Ese mismo ácido que décadas después se vistió de Conan, Supermán o micropuntos de colores que te hacía volar, pero que también podía arrebatarte el aliento en una cuarta de agua. El pop, salvo excepciones, es como las rosetas (palomitas de maíz), volátil, liviano, sin cuerpo y necesitado de aderezo.
Dice el amigo Carlos Rueda que el concierto de esta noche en la Sala La Mecánica es el mejor al que vamos a asistir este año en esta ciudad dormida que apenas se despereza, a pesar de ese vacuo postureo que algunos se empeñan en convertir en noticia del día y que no ha de servir ni para envolver pescado.
Ana baila. Y como dice otro amigo, Javier Arnal, si Ana baila todo está bien. Pero nos han faltado los bises. Y da igual que no se hayan pedido. Y da igual que un bailecito colectivo de la banda parezca el mejor broche para un gran concierto.
A mí no me gustan los conciertos de reloj. Me joden la noche.
La música en directo es otra cosa. Con sus imperfecciones, con un sonido deficiente que se va ajustando según suenas los primeros acordes, con un cable que enmudece un instrumento a la vez que dibuja el terror en alguna cara del escenario, con una conversación en el público cuyo volumen sube por la inconsciencia o el entusiasmo de los parlanchines interlocutores, con el ruido de un vaso al estrellarse contra el suelo, con todos esos imponderables que no siempre se producen, aunque alguno de ellos sea más habitual de lo deseable. 
Todas estas cosas y alguna más marcan la diferencia de las canciones en directo con ese producto enlatado de magnífica calidad que es el disco. Por eso, una banda no puede ir a un concierto como si fuera a la oficina, no puede repetir hoy las mismas frases hechas del bolo de ayer, que serán las mismas del de mañana, y no puede (o no debe) tocar esos minutos estipulados en el contrato y plegar cuando canta el cuco. Un concierto en directo es algo más. Y eso lo sabemos todos.

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