viernes, 28 de noviembre de 2014

Estaciones tardías

Resulta un poco atrevido, más cuando se hace desde la consciencia y no desde la ignorancia, aventurarse entre las líneas escritas por Luis García Montero con motivo de la última obra de Juan Marsé. Y dejarse arrastrar hasta un lugar indefinido que va desde estaciones tardías a un balcón desde donde planean aviones de papel.
Más proclive en los últimos tiempos a refugiarme en las palabras de otros que a enhebrar en párrafos de elaboración propia las que duermen en mi baúl, suscribo pensamientos y frases ajenas con una conducta más cercana y propia de un roedor que de un gato acostumbrado a observar y deambular para sumergirse en la reflexión.
Me atrapa García Montero al proclamar su derecho a ser una estación tardía como defensa de su anacronismo. Y me reconozco en esa estación tardía, de igual modo que lo hacía en aquella otra por la que ya no pasan trenes y cuyos andenes mezclan la esperanza con el autoengaño sobre las vías.
Me vuelve a enganchar cuando me lleva al hábitat de Marsé, ese tiempo de posguerra que por edad no conocí, pero cuyas consecuencias seguimos padeciendo en este país lastrado por heridas mal cerradas.
Antes de pisar por primera vez Barcelona, ya la conocía a través de los escritos de Manuel Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Mercedes Rodoreda y de Marsé. Después conocí Horta, El Guinardó..., aquellos barrios y calles por los que se movían los personajes de las novelas de Marsé. Y siempre vuelvo a ese escenario ficticio de su obra que es la adolescencia. Ese territorio que nunca abandonamos definitivamente y sobre el que cimentamos nuestro futuro como adultos.
Ahora en su último relato, nos trae Marsé noticias felices en aviones de papel. Alcanzo una cuartilla, y tras algunos dobleces y pliegues que la convierten en mi avión, cojo un bolígrafo de tinta azul y escribo una palabra junto a una de sus alas: rosebud. Y oteo las alturas en busca del aeropuerto desde el que lanzar el avión, para que planee con la certeza del anacronismo.

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