Hace unos 20 años leí un artículo sobre los que se quedaron en el camino. Siempre creí que su autor era el ya desaparecido Eduardo Haro Tecglen, aunque ahora empiezo a tener serias dudas sobre la autoría del mismo. Tuve el artículo guardado durante muchos años, pero demasiadas mudanzas provocan también demasiadas pérdidas. Lo que sí recuerdo, sin lugar a dudas, es que ese artículo estaba dedicado entre otros a Eduardo Haro Ibars, hijo de Eduardo Haro Tecglen, poeta del rock and roll y provocador nato, que proclamó a los cuatro vientos de Madrid aquello de “Soy homosexual, drogadicto y delincuente”.
Eduardo Haro Ibars y nosotros compartimos un mismo territorio, el barrio de Maravillas convertido ya en Malasaña. Donde David Lavedán, hijo del pintor Manuel Avedán y ahijado del pintor y grabador Manuel Alcorlo, y yo éramos los más pequeños, apenamos rozábamos los 20 años, de aquel grupo de bohemios, en el que alguno dejaba atrás los 50. Su tío Pepe, con su taller de estampación de camisetas y fabricación de zootropos y un cuadro colgado en la pared de un museo de París; Pablo, el joyero, el amigo de los pueblos árabes, que montó un cine en un tren para llevar la magia del cine allá donde no llegaba; Fernando Lerín (Lecrín), otro pintor, que emigró a París, tras los pasos de José Luis, que años antes había llevado su guiñol a una plaza parisién. Y Miguel Ángel, el “cagüen”, que vivía en un sótano sin luz en la plaza de San Ildefonso y paseaba sus zuecos de madera por el Bocaccio de Umbral y tantos otros. A este grupo se sumaba alguna vez Kike Turmix, al que nunca recuerdo echándose la mano al bolsillo para pagar alguna ronda de aquel vino peleón que nos enseñaron a beber o de unos “botijos” de Mahou.
Vivíamos en la parte noble de una corrala del siglo XVIII, cuyos vecinos compartían un retrete por corredor, mientras que nosotros disfrutábamos de 2 cuartos de baños en nuestro piso, que los padres de David habían comprado a Fernando Lerín. El reparto de la riqueza nunca fue equitativo y en este caso se podía medir por la disponibilidad de un inodoro y un baño. David dibujaba y yo escribía poesía, aunque a ambos nos faltó perseverar. Por las mañanas trabaja en Telefónica y por las tardes estudiaba en la facultad, pero por las noches, Malasaña era nuestro hábitat. Nunca fuimos los reyes del mambo, pero alguna vez pudo parecerlo.
Era también el Malasaña de El Peles, el sheriff de La Vía Láctea y de Cristina, la camarera barcelonesa también de La Vía a la que bautizamos como Texas; el del par de abuelos del Maragato, Paco y Pepe; el de Manoliño y Mary del gallego; el de la pastelería Oriental, cuyos aseos en la planta baja eran habitual picadero de yonquis; el de las bodegas Camacho, donde había que sortear la barra por abajo para poder desaguar; el de Los Cañones, en la calle Velarde, antes de ser conocido por ser bar de cabecera de Los Enemigos y el del Ágapo, con aquel portero superviviente de Alcalá 20 al que los lugares cerrados y el humo le mordían los ojos y probablemente una parte del cerebro. O el del Manuela, donde contaba Pablo que una vez Haro Ibars y Carlos Tena la montaron, provocando brazo en alto y lanzando consignas en las que ninguno de ellos creía.
Y era el Malasaña del tipo que vendía poemas y robaba bolsos; el del rocker de los franceses y su bate de beisbol; el de los “polis” de paisano; el de los yonquis, algunos confidentes de los “polis”, trapicheando en la plaza del Dos y el de los moros trapicheando en la calle Manuela Malasaña, para acabar a golpes muchas noches, en las que ninguno ganaba la batalla. El de rostros desencajados en busca de una papelina y el de aquella belleza que vimos consumirse día a día por cabalgar en aquel caballo de muerte; ese pura sangre que pocos lograron desbravar y que se llevó a demasiados por delante.
Muchos de ellos han desaparecido, igual que muchos de aquellos lugares. El barrio comenzó a cambiar; Malasaña quería volver a ser el barrio de Maravillas.
Aquel artículo, juraría que publicado en El País, aunque también pudiera ser que se publicará en Diario 16, hablaba de aquella generación destinada a tomar las riendas de este país llamado España. De aquellos que alcanzaron el poder, pero también de aquellos que formaban parte de esa misma generación, educados en valores ajenos y distantes a la dictadura franquista, y que se quedaron en el camino.
Los que alcanzaron el poder, como es sabido, aceptaron cargos públicos o privados y desaprovecharon la oportunidad de cambiar demasiadas cosas, aunque se presentaran con la etiqueta del cambio y realmente cambiaran algunas cosas. Los que se quedaron en el camino, permanecen en muchos casos en el anonimato y en otros, en el olvido o en un segundo plano.
Siempre asocié ese artículo con la novela “El Pianista”, de otro desaparecido, Manuel Vázquez Montalbán. Cuya lectura o relectura recomiendo.
Lo cierto es que 20 años después sigo sin saber adónde había que llegar y sobre todo, para qué.
Eduardo Haro Ibars y nosotros compartimos un mismo territorio, el barrio de Maravillas convertido ya en Malasaña. Donde David Lavedán, hijo del pintor Manuel Avedán y ahijado del pintor y grabador Manuel Alcorlo, y yo éramos los más pequeños, apenamos rozábamos los 20 años, de aquel grupo de bohemios, en el que alguno dejaba atrás los 50. Su tío Pepe, con su taller de estampación de camisetas y fabricación de zootropos y un cuadro colgado en la pared de un museo de París; Pablo, el joyero, el amigo de los pueblos árabes, que montó un cine en un tren para llevar la magia del cine allá donde no llegaba; Fernando Lerín (Lecrín), otro pintor, que emigró a París, tras los pasos de José Luis, que años antes había llevado su guiñol a una plaza parisién. Y Miguel Ángel, el “cagüen”, que vivía en un sótano sin luz en la plaza de San Ildefonso y paseaba sus zuecos de madera por el Bocaccio de Umbral y tantos otros. A este grupo se sumaba alguna vez Kike Turmix, al que nunca recuerdo echándose la mano al bolsillo para pagar alguna ronda de aquel vino peleón que nos enseñaron a beber o de unos “botijos” de Mahou.
Vivíamos en la parte noble de una corrala del siglo XVIII, cuyos vecinos compartían un retrete por corredor, mientras que nosotros disfrutábamos de 2 cuartos de baños en nuestro piso, que los padres de David habían comprado a Fernando Lerín. El reparto de la riqueza nunca fue equitativo y en este caso se podía medir por la disponibilidad de un inodoro y un baño. David dibujaba y yo escribía poesía, aunque a ambos nos faltó perseverar. Por las mañanas trabaja en Telefónica y por las tardes estudiaba en la facultad, pero por las noches, Malasaña era nuestro hábitat. Nunca fuimos los reyes del mambo, pero alguna vez pudo parecerlo.
Era también el Malasaña de El Peles, el sheriff de La Vía Láctea y de Cristina, la camarera barcelonesa también de La Vía a la que bautizamos como Texas; el del par de abuelos del Maragato, Paco y Pepe; el de Manoliño y Mary del gallego; el de la pastelería Oriental, cuyos aseos en la planta baja eran habitual picadero de yonquis; el de las bodegas Camacho, donde había que sortear la barra por abajo para poder desaguar; el de Los Cañones, en la calle Velarde, antes de ser conocido por ser bar de cabecera de Los Enemigos y el del Ágapo, con aquel portero superviviente de Alcalá 20 al que los lugares cerrados y el humo le mordían los ojos y probablemente una parte del cerebro. O el del Manuela, donde contaba Pablo que una vez Haro Ibars y Carlos Tena la montaron, provocando brazo en alto y lanzando consignas en las que ninguno de ellos creía.
Y era el Malasaña del tipo que vendía poemas y robaba bolsos; el del rocker de los franceses y su bate de beisbol; el de los “polis” de paisano; el de los yonquis, algunos confidentes de los “polis”, trapicheando en la plaza del Dos y el de los moros trapicheando en la calle Manuela Malasaña, para acabar a golpes muchas noches, en las que ninguno ganaba la batalla. El de rostros desencajados en busca de una papelina y el de aquella belleza que vimos consumirse día a día por cabalgar en aquel caballo de muerte; ese pura sangre que pocos lograron desbravar y que se llevó a demasiados por delante.
Muchos de ellos han desaparecido, igual que muchos de aquellos lugares. El barrio comenzó a cambiar; Malasaña quería volver a ser el barrio de Maravillas.
Aquel artículo, juraría que publicado en El País, aunque también pudiera ser que se publicará en Diario 16, hablaba de aquella generación destinada a tomar las riendas de este país llamado España. De aquellos que alcanzaron el poder, pero también de aquellos que formaban parte de esa misma generación, educados en valores ajenos y distantes a la dictadura franquista, y que se quedaron en el camino.
Los que alcanzaron el poder, como es sabido, aceptaron cargos públicos o privados y desaprovecharon la oportunidad de cambiar demasiadas cosas, aunque se presentaran con la etiqueta del cambio y realmente cambiaran algunas cosas. Los que se quedaron en el camino, permanecen en muchos casos en el anonimato y en otros, en el olvido o en un segundo plano.
Siempre asocié ese artículo con la novela “El Pianista”, de otro desaparecido, Manuel Vázquez Montalbán. Cuya lectura o relectura recomiendo.
Lo cierto es que 20 años después sigo sin saber adónde había que llegar y sobre todo, para qué.
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