domingo, 30 de noviembre de 2014

El refugio de los tímidos

La timidez está mal calibrada. Como con tantos otros aspectos de las personas, ya sean físicos o de su conducta, la tendencia es infravalorarla o sobrevalorarla. Como sí todos los tímidos fueran iguales.
Aún así es cierto que el tímido es observado con extrañeza, mientras que al decidido se le contempla con simpatía e incluso con admiración.
Hay tímidos, no digo que todos, cuya necesidad es mirar las cosas con la perspectiva proporcionada por la distancia. Y sí, también con una salvaguarda. Para ello, pocos refugios tan idóneos como la literatura. Tanto para el lector, como para el escritor.
Ahí residen la grandeza y la polivalencia de las palabras. Por sí solas, pero sobre todo cuando adquieren sentido en un contexto, ya sea narrativo o lírico, convirtiendo la literatura en un refugio, pero también en una escapatoria.
Quien busca refugio trata de combatir el frío, el calor, el viento, la lluvia, la nieve...., pero es también alguien que de una forma u otra huye; incluso de sí mismo. Hay en esa búsqueda un deseo de hallar una fortaleza, real, de recios muros, difícil de expugnar. Y otra no menos real, pero invisible, edificada en nuestro interior y cuyas puertas rara vez se abren. Ambas fortalezas se construyen con materiales sólidos y tangibles, pero además necesitan sueños y fantasía para una buena cimentación.
Tras esos muros, el tímido se desprende de su armadura, suelta el escudo y renuncia a la máscara. Y aún consciente de su soledad, trata el lector de compartir lo hallado en las páginas del libro. Y el escritor, conocedor de esa misma soledad, deja libertad a su mano y a su mente para que muestren esa parte de él que de otra forma no vería la luz y permanecería siempre en la oscuridad. Puede que apenas sea un claroscuro, el abandono fugaz de la penumbra, pero en ocasiones es un haz de luz tan brillante, que logra cegarnos y nos devuelve la capacidad de ver con nuevos ojos.
Podría asemejar una ilusión. Puro artificio. Y sin embargo, hay pocas cosas más reales que un libro. No hay continente con mayor capacidad que las páginas de un libro. No existe refugio más fácil de asir y de transportar. 

"Creo que para muchos la literatura fue el escudo de los tímidos y de los que teníamos tendencia a cierto retraimiento. Es un refugio, un modo de encontrar un lugar que ya tiene socialmente su legitimidad", Ricardo Piglia, escritor argentino (Babelia, El PAÍS, 29 de noviembre de 2014).

viernes, 28 de noviembre de 2014

Estaciones tardías

Resulta un poco atrevido, más cuando se hace desde la consciencia y no desde la ignorancia, aventurarse entre las líneas escritas por Luis García Montero con motivo de la última obra de Juan Marsé. Y dejarse arrastrar hasta un lugar indefinido que va desde estaciones tardías a un balcón desde donde planean aviones de papel.
Más proclive en los últimos tiempos a refugiarme en las palabras de otros que a enhebrar en párrafos de elaboración propia las que duermen en mi baúl, suscribo pensamientos y frases ajenas con una conducta más cercana y propia de un roedor que de un gato acostumbrado a observar y deambular para sumergirse en la reflexión.
Me atrapa García Montero al proclamar su derecho a ser una estación tardía como defensa de su anacronismo. Y me reconozco en esa estación tardía, de igual modo que lo hacía en aquella otra por la que ya no pasan trenes y cuyos andenes mezclan la esperanza con el autoengaño sobre las vías.
Me vuelve a enganchar cuando me lleva al hábitat de Marsé, ese tiempo de posguerra que por edad no conocí, pero cuyas consecuencias seguimos padeciendo en este país lastrado por heridas mal cerradas.
Antes de pisar por primera vez Barcelona, ya la conocía a través de los escritos de Manuel Vázquez Montalbán, de Eduardo Mendoza, de Mercedes Rodoreda y de Marsé. Después conocí Horta, El Guinardó..., aquellos barrios y calles por los que se movían los personajes de las novelas de Marsé. Y siempre vuelvo a ese escenario ficticio de su obra que es la adolescencia. Ese territorio que nunca abandonamos definitivamente y sobre el que cimentamos nuestro futuro como adultos.
Ahora en su último relato, nos trae Marsé noticias felices en aviones de papel. Alcanzo una cuartilla, y tras algunos dobleces y pliegues que la convierten en mi avión, cojo un bolígrafo de tinta azul y escribo una palabra junto a una de sus alas: rosebud. Y oteo las alturas en busca del aeropuerto desde el que lanzar el avión, para que planee con la certeza del anacronismo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La carne más barata del mercado

La autoría de la frase no me corresponde, pero la suscribiría sin dudarlo. Me la comentó un profesor universitario al que se la había referido un catedrático de su universidad y que al parecer la utiliza de forma recurrente. No tiene caducidad y de hecho, es innegable su actualidad.
Más o menos viene a ser ésta: "La carne de pollo no es la más barata que se puede comprar en el mercado; la más barata sigue siendo la carne humana". A lo que yo añado que además la carne de los vivos es más barata que la de los muertos.
Habrá quien diga que hay quien se vende caro, muy caro. Lo cual es opinable en función de lo ofertado y su tasación en el mercado, que oscila entre el plato de lentejas y las 30 monedas de plata; pero que viene a confirmar que a priori todo es cuestión de precio.
Decía mi abuela materna, "dale un carguillo a Juanillo y verás como es Juanillo". Imagino que antes Juanillo sería como ahora, una persona carente de dignidad y corrompida, en lo tangible y en lo intangible, dispuesta a cualquier cosa con tal de mantener un estatus.
Ignoro si entonces habría muchos juanillos. Ahora son multitud. O al menos dan esa sensación. A diestra y siniestra. Cínicos y descarados. Expuestos en el mostrador a la espera del primer comprador. No es carne de primera, más bien de desecho; pero el que compra sabe de antemano lo que busca y lo que va a encontrar. Y más que el contenido, le interesa el envoltorio.
Mientras, en la pescadería, los pescados esperan con la boca abierta y los ojos brillantes. Inertes, conscientes de que el final es ser devorados. Es obvio, previamente habían mordido el anzuelo o caído en la red.