domingo, 27 de marzo de 2022

Marzo ventoso...

Recuerdo aquel refrán que nos repetían cuando éramos niños, "marzo ventoso y abril lluvioso...". Y como una premonición, cada nuevo año marzo trae esos vientos que lejos de borrar la huella la mantienen inalterable. 
Esos vientos que mueven versos cada 21 de marzo y que remueven la memoria al ritmo que brota una y otra vez el jaramago. 
Llega esa primavera que anuncia días más largos y temperaturas más cálidas, pero que se muestra incapaz de ofrecer un antídoto contra las ausencias. 
Se agitan los cielos, grises y azules. Igual que algo se agita en el interior para revivir un tiempo inalcanzable. Y suena en forma de blues el lamento de un jazzman, acordes perdidos también en aquel tiempo pretérito. 
Sopla el viento de marzo, en ese mes que recurrentemente se alude a los idus, aunque mi cabeza vuela entre el 19 y el 21 y aunque esos idus, que quedan ya atrás en este mes, fueran tiempos de felicidad, pero también en el imaginario colectivo tiempos de traiciones. 
No me gusta el viento, no me gusta escuchar cómo se golpea una y otra vez contra los cristales como si quisiera derrumbar lo que encuentra a su paso, no me gusta esa sensación de furia incontenible, pero me gusta su silbido atravesando el espacio, queriendo envolver todo a su alrededor. Y me gusta la idea de viaje que de alguna forma conlleva. 
Es ese mismo viento que fracasa año tras año en hacer borrón y cuenta nueva. O quizás sea un viento como aquel juego del mentiroso y nos hace creer que quiere implantar el olvido y en realidad lo que hace es preservar la memoria.
También pudiera ser que haya recuerdos tan sólidos, de raíces tan hondas, que ni un marzo ventoso puede arrebatarlos.

martes, 22 de marzo de 2022

La nada

Hace poco más de una semana fui a comprar a un supermercado de Jaén y pude comprobar la vacuidad de algunos estantes.
No pude evitar pensar en aquellos días de marzo de hace dos años, cuando se arrasaron los supermercados como si no hubiera un mañana. La historia se repite, en menor escala, pero el comportamiento es idéntico. Aunque ahora el consumo masivo de papel higiénico ha cedido su sitio al aceite de girasol. Curioso, en España producimos en torno a las 500.000 toneladas anuales de esta grasa y su consumo en los hogares ronda las 200.000. Y, además, Jaén es la principal productora de aceite de oliva del mundo. En mi casa, por ejemplo, no entra una botella de aceite de girasol; y no soy una excepción.
Me cuentan que también se agotan los arcones para conservar los alimentos congelados e incluso que en los contenedores de alguna población cercana a la capital tiran los paquetes de comida precocinada y productos lácteos caducados. Lo que demuestra que aunque le echemos la culpa de todo a los políticos, apenas les escuchamos. Compartimos vaciedad e incomunicación. 
¿Recuerdan cuando el consejero de Salud de la Junta de Andalucía afirmaba que no pasa nada por comer un yogurt caducado? Entiendo que no le hagan caso, a fin de cuentas, es el mismo que dice que la violencia machista es violencia intrafamiliar. Creerá que cuando un hombre reparte estopa en el salón o en el dormitorio, todo queda en casa. 
Es cierto que esta nadería de políticos sirve de coartada para la nada ciudadana. Pero no esconde nuestra incapacidad para aprender de recientes vivencias. Ni impide que sigamos haciendo gala de ella en asuntos como la agresión rusa a Ucrania, la huelga de la patronal del transporte por carretera o esa manifestación del mundo rural en la que el capital cabalga. 
Tampoco impide que firmemos cheques en blanco a cualquier predicador de nuevo cuño, de esos que ya no se conforman con el minuto de gloria y aspiran a cuatro años de homilía o de aquellos otros que denuncian con media lengua sin que sepamos cuál es su verdadero objetivo. A algunos se les acaba el tiempo vital o el institucional y da la sensación de que aspiran a ser uno de esos políticos a los que siempre culpan del abandono de esta provincia o tratan de obtener ese reconocimiento que creen merecer y nunca llega. 
Nos agarramos a un futuro cimentado en la impostura, en esa ‘insaciable nada’. Y hacemos acopio de productos enlatados de supermercados y oportunistas charlatanes para consumo de cuerpos y mentes. Productos con las etiquetas falseadas, donde nos cuelan aceite de girasol por oliva virgen. 
Y sin embargo, queda espacio entre la nada para la elocuencia. Ayer fue el Día Internacional de la Poesía. Manuel Lombardo tiene nueva criatura, “Música de hielo”, cuando aún suena el eco de los versos de obras como su “Inventario de nieve”: 
“Respira en tu alma/la energía inmortal de la insaciable nada,/escucha en tu silencio ardiente/ la callada elocuencia del vacío”.


“Elocuencia del vacío”, del poemario “Inventario de nieve”, Manuel Lombardo. Metropolisiana ediciones, 2013. 

 Mi artículo para SER Úbeda (Multimedia Jiennense), del 22 de marzo de 2022.

viernes, 18 de marzo de 2022

En directo

 
 
 
Del norte llegan aguas estancadas que agitan cuerpos y recuerdos de esa música que permanece en la memoria y a la que volvemos una y otra vez, probablemente desde la frontera que delimita la consciencia y la inconsciencia; esa línea que es irreal y que dibujamos o nos ensueña para acotar esa música que nos hace sentir todavía frente a esa otra que se etiqueta y envuelve en aras de una innovación y modernidad que apestan a mordida de discográfica. Justificamos la discrepancia aseverando que son lo que fuimos, aunque la distancia es sideral y lo que ellos son, sin ser mejor ni peor, dista mucho de lo que fuimos, lo que creímos ser o simplemente, lo que deseamos haber sido. Tenemos la legitimidad de la supervivencia, el aura del mito de Peter Pan y una extraña convicción en esa falsa leyenda de que los rockeros nunca mueren.
El agua de Los Estanques es transparente y aunque ellos se cuelguen el cartel de 'pop progresivo' y se hermanen con los DMBK, la realidad es que su música es la misma que sonó en aquellos campos donde la juventud parecía eterna; es aquel mismo rock que fluía entre flores y dietilamida del ácido lisérgico. Ese mismo ácido que décadas después se vistió de Conan, Supermán o micropuntos de colores que te hacía volar, pero que también podía arrebatarte el aliento en una cuarta de agua. El pop, salvo excepciones, es como las rosetas (palomitas de maíz), volátil, liviano, sin cuerpo y necesitado de aderezo.
Dice el amigo Carlos Rueda que el concierto de esta noche en la Sala La Mecánica es el mejor al que vamos a asistir este año en esta ciudad dormida que apenas se despereza, a pesar de ese vacuo postureo que algunos se empeñan en convertir en noticia del día y que no ha de servir ni para envolver pescado.
Ana baila. Y como dice otro amigo, Javier Arnal, si Ana baila todo está bien. Pero nos han faltado los bises. Y da igual que no se hayan pedido. Y da igual que un bailecito colectivo de la banda parezca el mejor broche para un gran concierto.
A mí no me gustan los conciertos de reloj. Me joden la noche.
La música en directo es otra cosa. Con sus imperfecciones, con un sonido deficiente que se va ajustando según suenas los primeros acordes, con un cable que enmudece un instrumento a la vez que dibuja el terror en alguna cara del escenario, con una conversación en el público cuyo volumen sube por la inconsciencia o el entusiasmo de los parlanchines interlocutores, con el ruido de un vaso al estrellarse contra el suelo, con todos esos imponderables que no siempre se producen, aunque alguno de ellos sea más habitual de lo deseable. 
Todas estas cosas y alguna más marcan la diferencia de las canciones en directo con ese producto enlatado de magnífica calidad que es el disco. Por eso, una banda no puede ir a un concierto como si fuera a la oficina, no puede repetir hoy las mismas frases hechas del bolo de ayer, que serán las mismas del de mañana, y no puede (o no debe) tocar esos minutos estipulados en el contrato y plegar cuando canta el cuco. Un concierto en directo es algo más. Y eso lo sabemos todos.