lunes, 30 de septiembre de 2019

La Mecánica


En la ciudad que habito han abierto una sala de conciertos, La Mecánica. No es muy grande. Aquí desde hace demasiado tiempo casi nada es muy grande, pero la novedad y la necesidad hacen que la contemplemos con ojos grandes y anhelos aún más grandes. 
Imagino que en otras ciudades esta apertura apenas pasaría de la anécdota. Aquí no, porque la escasez probablemente distorsiona la percepción, pero la realidad es tozuda y muestra sin tapujos las carencias. Que son muchas. Demasiadas. 
Una sala de conciertos para los devotos de la música en directo es un templo. El lugar donde se produce la comunión con la banda o el intérprete de turno y que en cierto modo asemeja una liturgia. Y no pretendo ser blasfemo (en estos tiempos todo hay que aclararlo e incluso así es insuficiente ante el rebuzno de aquellos que se encajan las orejeras y no ven, ni quieren ver, más allá de la vereda). 
La otra noche, a la semana de su apertura, me dejé caer por allí para escuchar un par de actuaciones, Julio Demonio y Los Bizarros, un intérprete y una banda locales. Ya suponía que iba a sonar bien, porque los dueños son del gremio del sonido y nos han dado muchas tardes y noches de gloria en conciertos de otros garitos de la ciudad. No hubo decepción, sonaron muy bien. Y eso es de agradecer. 
Un sala nueva implica muchas cosas para una ciudad dormida. No ya despertar, que sería lo deseable, si no al menos desperezarse. Es una forma de ampliar la oferta cultural y también, y esto me parece fundamental, de dar una oportunidad a las bandas y los intérpretes locales, por supuesto también a los de fuera. 
En Jaén gozamos de una buena salud musical en distintos estilos y formaciones, pero cuesta mucho grabar un disco y más de la cuenta tocar para el público. Ha habido no pocas restricciones en forma de ley y pocos espacios adecuados para tocar y sobre todo, no hay continuidad. Y eso al final, lastra el talento, reduce las posibilidades de avanzar y acaba por contribuir al abandono o la disolución de los grupos o formaciones musicales. Lo deseable, a nadie escapa, es que las bandas de Jaén puedan dar el salto más allá de la frontera provincial y puedan ser escuchadas en otros territorios, pero para eso necesitan un rodaje y una consolidación previa en esta tierra; porque las cosas funcionan así. 
Ya saben como va esto, la apuesta de los dueños de los garitos que generalmente hallan escaso respaldo para lograr una programación estable, el pensar que las bandas o los intérpretes en solitario son hijos de la caridad cuya creatividad, instrumentos y puesta en escena no tienen coste o no merecen remuneración, la mínima implicación de las administraciones y esa parte del público que confunde la universalidad de la cultura con su gratuidad. Todo eso y otros factores conducen a la frustración y a la merma o la inexistencia de proyectos. 
Por eso ahora es tiempo de festejar y desear, como al rock and roll, larga vida a La Mecánica. Anuncian para octubre el blues sucio del pantano de Guadalupe Plata, pero antes habrán pasado varias bandas por el escenario. Solo falta institucionalizar el Club de los Borrachos, esos seguidores fieles de los conciertos que algunos miran con ojos de espanto y machetean con la lengua; porque aunque bulliciosos son fundamentales tanto para hacer caja en la barra del local como para mantener el espíritu de los músicos. Prosperidad también para el Club. Y salud, mucha salud.

jueves, 12 de septiembre de 2019

El personaje

Un día se despertó, se levantó y no se reconoció en el espejo. No quedaba nada de aquel chiquillo, de aquel joven que fue un día y tampoco del adulto que pudo ser, tan solo quizás algo en la mirada. Había sido devorado por su propia criatura. 
Echó la vista atrás e intentó recordar cuándo había empezado todo, cómo y porqué. Puede que al principio solo fuera un juego, una pose exagerada, pero al final se convirtió en su segunda piel, en un alter ego artificial que fue su perdición. 
No había excusas. Tampoco las buscaba. Era impostura. Un blindaje. Una máscara. El disfraz con el que se presentaba ante los demás para esconder las que creía sus debilidades. Solo que el otro había acabado convirtiéndose en él. 
Ni siquiera fue premeditado. Fue un proceso consciente, pero no calculado. Funcionaba. Le proporcionó la fortaleza y la seguridad de las que carecía. Pero el precio fue muy alto, aunque en aquel momento ni siquiera fuera consciente de que debía pasar por caja. 
Con el paso del tiempo fue adquiriendo nuevas habilidades y fue adornando su creación con gestos y expresiones ajenas a él, con un tono de voz engolado y un vocabulario rayando en lo cursi que le parecía una herramienta idónea para marcar distancias, pero que simplemente le transformaba en un snob. Bastante inaguantable, por cierto. 
Había creado un personaje que oscilaba entre el esperpento y la caricatura. Aunque como abundaban criaturas similares, lejos de escandalizarse por su creación se sentía un triunfador. Un hijo del éxito que solo podía levantar expectación a su paso. 
Y así fueron transcurriendo los años, renunciando cada día a una parte de sí para entregársela a su otro yo. Un depredador en apariencia pasivo, pero insaciable. 
Hasta que llegó esa mañana en la que el espejo le despojó de su armadura, mostrándole que en el interior ya no había nada. No era siquiera la sombra de su personaje.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Árboles caídos

Hay demasiados árboles caídos. Ídolos con pies de barro. Víctimas de triunfos mal digeridos y éxitos cegadores. Protagonistas de un presente luminoso y un futuro de apagones. Héroes de un hoy de gloria y un mañana de rentas caducas. 
Y al final, la tragedia. Vidas rotas. Caminos sin retorno. Explicaciones y justificaciones tardías. Soluciones extemporáneas. Miradas atrás que calibran el peso del recuerdo. Dolor para envolver la pérdida. Y las ausencias y presencias que marcan la línea entre el ayer y el ahora. 
Aún así, la fórmula se repite. Promesas para alcanzar lo más alto y la conversión en una estrella. El reparto de las etiquetas de los elegidos. El brillo compartido de la codicia en los ojos. Y un final sin escribir. Sin advertencias sobre la fugacidad de algunas estrellas o sobre el impacto al caer desde lo más alto. Sin noticias de lo efímero. 
Queda la soledad. Cuando se apagan los focos y cuando desaparecen los flashes. La soledad incluso entre la gente; la que mezcla admiración y envidia en la mirada, la que vendería su alma al diablo por estar en tu pellejo, la que sueña con un minuto de gloria, la que no ve más allá del papel couché y las letras de molde. 
Y perviven los recuerdos. En volúmenes de fotos desgastadas, en grabaciones copiadas en nuevos formatos que sin embargo no logran disimular el paso del tiempo, en la memoria de los que contribuyeron a forjar la leyenda y en un póstumo informativo de un medio de comunicación.

martes, 10 de septiembre de 2019

Volar

Lo malo de volar es que no puedes permanecer indefinidamente suspendido en el aire. Lo terrible es no poder aterrizar, perder el contacto con la tierra. Se puede volar sin alas, incluso sin motor. Pero tarde o temprano sientes la necesidad de bajar. 
Hay quien pasa media vida volando. Y si le dieran a elegir, no dudaría en pasar la otra media en el aire. De igual modo, hay quien no ha volado nunca y probablemente se resignaría a seguir así. Debe ser triste eso de no haber volado alguna vez y negarse a hacerlo. Será falta de perspectiva, el miedo a la altura o el temor a lo desconocido. Puede que solo sea comodidad o indiferencia. Quizás sea carencia de imaginación o ausencia de espíritu aventurero. 
Volar es sencillo. Solo se necesita cerrar los ojos. Y dejarte llevar. Por corrientes de aire imaginarias. Corrientes de notas de música, de hilos de palabras, de imágenes recobradas o por descubrir… Por líneas invisibles que trazan caminos en el cielo. Líneas rectas, curvas, paralelas, perpendiculares… Por rutas marcadas por otros voladores. Rutas de aves migratorias de sur a norte y de norte a sur, rutas de insectos en su visita de flor a flor, rutas de pioneros creadores de artilugios que despertaban la chanza de sus semejantes, empequeñecidos más si cabe al surcar el cielo aquellos inventos hijos del sueño… Por lo prohibido, que siempre es el mejor motor para despegar, aunque en demasía el aterrizaje es forzoso y de consecuencias desastrosas. 
Volar siempre fue sinónimo de libertad. Y el mejor vuelo es el que se hace con la mente. También puedes hacerlo con una compañía aérea; probablemente sea más práctico, pero también más previsible y más aburrido. Ya saben, ya lo cantaba el Loco “puedes vivir una vida de hogar, búscate un marido con miedo a volar”, pero no hables de futuro. Aunque también cantaban Los Lola (Lola Nos Quiere) “saltando muy alto, apretando los dientes, cerrando los ojos, abriendo los brazos, para volar”. Para volar.