jueves, 16 de agosto de 2018

Rachas de viento

Son rachas. Como las del viento. Ese viento helado del Norte, ese que te hiela los huesos y hasta la sangre. Ese mismo que puede llegar a helarte el corazón. 
Rachas de viento que duran un soplo y que sin embargo parecen interminables, casi eternas. Son como páginas en blanco de un futuro impredecible más allá de la previsible escritura; la danza de las letras sobre el papel. 
Quizás estaba escrito previamente en el libro de la vida con la tinta invisible de los juegos infantiles y de los sueños de espías. O quizás no es más que otro breve capítulo de renglones torcidos e incierto final. 
Sopla. Y silba. Como una locomotora desbocada. Como un aullido prolongado. Como un salmo inteligible. 
Cierras los ojos. Y esperas que amaine, que la ira se vuelva murmullo y que no brote el eco. Anhelas que la racha del viento traiga una melodía, aunque vuele la partitura y aunque la letra esté perdida. 
En un momento de debilidad abrazas la fe del creyente y recuerdas aquel rock dormido que abría la puerta a que el ángel decida volver. Pero no puedes evitar la visión de unas alas mojadas y una espada de fuego. Y piensas que hay fantasmas que no se van del todo y otros que no terminan de llegar. Y todo está en la cabeza. Y todo viaja en las rachas de viento. Y todo es real. 
Quieres correr. Saltar. Volar. Conocedor de que un paso adelante implica uno y medio atrás. Nadie te habló de la lluvia. Ni del arco de colores que encierra un tesoro y te devuelve por un instante la inocencia. Nadie te dijo que el sol duerme en un rincón. 
El viento trae frío y oscuridad. El mañana está al llegar. Son rachas. El bourbon te hace un guiño. Y no hay dados en la palma de la mano.

domingo, 5 de agosto de 2018

La hora del Salambó

Es fácil o difícil explicarlo. Lo mismo que comprenderlo. El camino tiene los mismos pasos hacia adelante o hacia detrás. Supongo que todo se reduce a la interpretación. Y no me refiero al teatro o a cualquier otra demostración de poderío en artes escénicas. Es algo más mundano. Pero como tantas cosas en la vida requiere un conocimiento previo. Y eso en los tiempos actuales no es que sea un espejismo, es que parece algo inalcanzable. Aún así poco cuesta asirse a la esperanza.
No se me alarmen. Es una exhibición de debilidad. O de fortaleza. O de ninguna de ambas. Vicio o disfrute. Nostalgia. Envidia sana. Reconocimiento. Juanito El Andariego on the rock.
Puede que no sea más que una demostración del quiero y no puedo. Una constatación romántica de que cualquier tiempo pasado fue mejor. No se engañen, a pesar del idealismo hace muchas lunas que soy consciente de que el hoy ya no es ayer y apenas brinda algo de futuro.
Y sin embargo me gusta pensar que un rato en el Salambó es como parar la máquina del tiempo. Voy siempre que puedo, al filo de la medianoche. Pido un Juanito El Andariego en vaso corto con agua con gas. Es curioso o patético, siempre o casi siempre me siento en la misma mesa o en la de al lado, frente a las fotografías de aquel tiempo que fue y no volverá. Y mirando esas lámparas que me parecen cigarrillos invertidos a la espera de unos labios imposibles que los atrapen y exhalen el humo.
Pienso en cómo me hubiera gustado estar allí una de aquellas noches con ellos. Solo una. Hubiera estado callado. Creo. Hubiera compartido el humo del tabaco y unos tragos largos. Los hubiera observado y oído debatir sobre la obra y autor más idóneo para el veredicto final.
Ahora es tiempo, tristemente, de señalar las ausencias definitivas más que los hipotéticos retornos.
Y es tiempo de reconocer que las hojas del calendario cayeron para no volver. Queda el poso. Las reminiscencias a las que uno quiera asirse. Y la nostalgia. No hay ninguna mayor o igual a aquella que nunca se ha conocido. Heredada. Aprehendida. Soñada. Supongo que da igual. Las manecillas del reloj van a avanzar lo mismo. Ese camino de 24 horas que parece poco, mucho o eternidad.
No hay mucho más allá de la mirada. Pero es un lujo al menos poder contemplar a quien da cuerda al reloj.