domingo, 28 de junio de 2020

Cuentos sin final

Iba para relator de cuentos sin final. De esos que dicen mezclan una parte de lo que fue, otra de lo que no fue y una más de lo que nunca será. 
Se desvió a medio camino, sin saber muy bien porqué o a sabiendas de que todavía existen cosas que te hacen soñar y merecen la pena y el esfuerzo. 
Un viejo lobo de mar aseveraría que los cambios de timón nunca son nada bueno, salvo aquella vez cuando contra pronóstico salvan la nave y convierten en supervivientes a la tripulación. 
Quizás lo suyo era por tanto una cuestión de supervivencia o quizás fuese solo clarividencia. En eso de tomar decisiones se dan tantas variables que al final resulta casi imposible aventurar dónde está la clave del acierto y dónde la del error. Salvo el paso del tiempo que reparte sin disimulo las cartas marcadas para que el tahúr, con aires de profeta, viva un minuto de gloria.
Tampoco ayuda el momento en que se toman esas decisiones, pero inevitablemente hay que tomarlas. A pesar de que haya quien es maestro en el arte de escabullirse, de mantenerse erguido pero indigno sobre el alambre y descargar la decisión en el primero que halla. Estos son maestros en eso de sobrevivir, más que los marineros que regresan a puerto, pese a la tormenta y gracias al giro brusco del timón. Y juegan la partida del 'yo no me equivoco' para disimular sus carencias.
Lo cierto es que se bajó del caballo a mitad de carrera. Y salvo los apostadores compulsivos cuya memoria perduraba el tiempo que separaba a una carrera de la siguiente; el fumador de opio que fumaba para soñar el futuro y no para olvidar y aquel familiar que imaginaba que cualquier mañana sería mejor que el propio nadie cuestionó su decisión.
Hoy se gana la vida bien. Sin pasar apreturas. Probablemente no mira atrás; y si lo hace será un rápido vistazo de los que no producen ni un rasguño. Preso de su propia inconsciencia, ignorante de que abandonó el papel de relator para convertirse en protagonista de un cuento sin final. 

sábado, 27 de junio de 2020

La verdad absoluta

Oigo, porque en algunas cuestiones intento hace algún tiempo no escuchar, a una pléyade que ignoro de dónde ha salido y dónde germinó esa simiente de saber que aparenta ser flor cuando no llega a hierbajo, que expresa una opinión sobre cualquier tema impartiendo doctrina y manifestando sin tapujos que aquellos que no compartan esa creencia son como mínimo unos indocumentados.
Es una forma de dejar constancia, desde la consciencia o la inconsciencia, de que lo que yo digo es lo válido y por tanto, quien respalda lo que yo digo, más allá de sus fundamentos, es tan válido como mi afirmación y quien discrepa está en el territorio de la idocia.
Probablemente siempre han estado ahí y somos nosotros los que ignorábamos su presencia o no los teníamos en cuenta, algo que nos deja en evidencia. 
Pero en estos tiempos se prodigan sin pudor, incluso algunos se revisten con el manto que hallan a mano, con independencia del tejido, desde su condición del cargo o la profesión que desempeñan.
Exhiben la verdad absoluta. Su verdad. Esa que muchos se prestan a secundar y a abrazar subyugados por quién la escupe sin pararse a pensar que el salivazo nos salpica a todos.
Y uno, desde la ignorancia y sus limitaciones, se pregunta quién otorgó a estas personas esa representación que se arrogan. Y sobre todo, dónde se vislumbra la línea que separa la realidad del deseo, por muy convencido que esté uno de que el deseo se ha impuesto a lo real. 
Es una forma de perder el norte. Y lo preocupante es la facilidad de contagio, la vulnerabilidad de una sociedad que como aquel emperador se pasea desnuda en la creencia de que viste sus mejores galas. 
Todos conocemos el cuento, pero no se escucha al inocente alertar sobre la desnudez que nos desviste. 

domingo, 21 de junio de 2020

La primavera hurtada

Termina esta primavera hurtada. Una primavera que de alguna manera nunca floreció más allá de los campos verdes en nuestra cabeza o tras una ventana donde la vista no alcanza.
Y llega el tiempo de trazar la línea en el papel. A un lado, el debe, y al otro, el haber. Y entre medias, esa línea que divide las columnas, pero no lleva a parte alguna. No busques el fiel de la balanza, si alguna vez estuvo ya se lo llevaron como esa primavera que quizás nunca llegó. Ignoro cuál es el balance, porque nunca sabremos qué había que contar. Desconozco si las cuatro paredes suman o restan. Lo indudable es que desgastan.
No hay equilibrio ni en los pasos de baile. Y la cabeza volaba tan lejos que por momentos parecía inalcanzable. Los demonios y las tentaciones se mostraban en los muros y en el aire, una mueca se esforzaba en recordar que nunca pasa demasiado tiempo ni se corre lo suficiente para escapar.
Quedaron atrás los días. Casi cien. Y los meses. Como un desfile de patos cojos, sentados en sillas ante las ventanas del ordenador y dibujando un escenario irreal. Escuchando los partes de un mundo de repente desconocido e inabordable, en el que el miedo cotizaba al alza y circulaba con el santo y seña del gratis y universal. Ganaron los de siempre, pero no hubo dealer ni bróker para intermediar.
Ahora, en apariencia, se levantan las barreras. El verano se convierte de nuevo en aquel Dorado de seducción. Y suenan las voces para decirte que hay que creer. Aunque solo sea un espejismo de cerveza fría y la música de The Beach Boys.
Pero dónde quedó esa primavera. ¿Qué hicieron con ella? No olvido el jaramago. Regado en algún lugar con añejo blanco o con la ginebra seca y el coñac barato del alba. Y añoro aquel cactus con su flor del día rodeada de espinas, esperando a que una nueva noche la haga desaparecer.

sábado, 13 de junio de 2020

El viejo Bob

No sabría explicar por qué. Tampoco es necesario. Lo cierto es que ahora no dudaría en pagar lo que le pidieran, ¿200, 300… 500 pavos? por escuchar en directo al viejo Bob. Era el momento. Se sentaría en aquella butaca, a todas luces incómoda, de aquel auditorio, sin importarle aquellos otros que ocupaban los restantes asientos. Era algo entre el viejo Bob y él.
Extraería del bolsillo interior la petaca rellenada con bourbon y daría un trago largo. Un buen preámbulo a la espera de que el viejo poeta apareciera con la guitarra en el escenario.
Se había criado y crecido con algunas de aquellas canciones del tal Dylan. Pero hasta tiempo después no supo quién era realmente aquel tipo que las cantaba. También es cierto que el trovador no había ayudado mucho durante algunos años con esos giros y esas incursiones a temas y estilos que no eran lo suyo. O que a él le parecían que no eran lo suyo.
Sin embargo, allí estaba. Sabiendo que el viejo Bob cantaría lo que le viniera en gana. A fin de cuentas es lo que había hecho siempre. Y con la secreta esperanza de que cantara aquel tema de 17 minutos, “Murder most foul”, que de alguna manera los había reconciliado.
Para algunos no sería más que la letanía de despedida de un tipo que lo había sido todo en la música estadounidense y mundial. Pero para él aquella pieza era un testamento vital y musical. Era la cuadratura del círculo. La crónica musicada de un tiempo irrepetible y a la vez, la crítica descarnada a un presente que repetía los mismos errores del pasado y aupaba al poder a patéticos hombrecillos que seguían teniendo la capacidad de apretar el botón de la destrucción.
Apuró otro trago de la petaca. Y se removió en el asiento cuando la figura del viejo Bob irrumpió en el escenario. Parecía muy pequeño e insignificante detrás de aquella guitarra. Siempre fue un tipo menudo y los años encogen físicamente a cualquiera. Y tampoco nadie había esperado de él una demostración atlética, tan solo el rasgar de las cuerdas y la voz acompañándolas. También, con alguna excepción, la mayoría de los que ocupaban los asientos habían pasado de largo la cincuentena y los años les habían encogido.
Había perdido la cuenta. Pero no la esperanza. Iban ya ¿6, 7 temas? Y entonces sonaron los primeros acordes; como aquellos disparos que un 22 de noviembre acabaron con la vida del presidente Kennedy. Inconfundibles.
Sacó la petaca y bebió otro trago de bourbon de Kentucky. Tenía 16 minutos y pico por delante y no había necesidad de tocar las puertas del cielo. Era algo entre el viejo Bob y él.


jueves, 11 de junio de 2020

El lector de hielos

Los hielos del vaso no engañan. Acabarán por deshacerse. Solo del bebedor depende que cuando lo hagan no consigan aguar el whisky. Y Juanito “El andariego” tiene ya muchas gargantas recorridas para saber cuándo debe apretar el paso y deslizarse una vez más por ese tobogán que es el esófago para dejar así al hielo solo en ese proceso de conversión. 
Había un tipo que presumía de leer los cubitos de hielo y su precio de lectura era el pago del vaso que se bebería. La barra del bar y un viejo taburete eran su hábitat, aunque, probablemente por los años, en ocasiones necesitaba un par de libros para leer, que el barman se mostraba presto a cobrar. 
Hay quien no cree en ese tipo de lecturas y, sin embargo, comprende la necesidad de apurar hasta la última gota de whisky del vaso y hasta entiende que en alguna medida eso aporte luz. 
Aunque tampoco desconoce que hay días y días. De esos que se tuercen, probablemente porque amanecieron ya virados o porque son de esos en los que la sombra acecha y ni siquiera precisan que tape el sol, porque su sola presencia ya los joderá. 
No sirve de excusa, pero en uno de esos días el fuego abrasa las calles y también arde en el interior de uno, así que Juanito “El andariego” es bienvenido y no hay prisa para su marcha. E incluso se muestra cierta predisposición a escuchar la lectura de hielos de aquel tipo, que en cada barra cambia de cara, aunque siempre es el mismo. 
En uno de esos días cuesta aplacar la sed. Los demonios empujan la tapa de la caja de Pandora que cada uno lleva dentro pujando por salir. Las cicatrices queman como si de repente se reabrieran las heridas. Y hasta es posible que en algún lugar del bar un espejo refleje ese rostro que ya cada vez es más difícil reconocer. 
De fondo suena la voz del lector de hielos, mitad filósofo, mitad predicador. Bebe otro trago, empeñado en contar un pasado que siempre quien escucha conocer mejor que él y aventurando un futuro que no es más que una cábala, fácil de soñar y más fácil aún de pagar, ya que su precio es aquel vaso con su whisky y sus hielos. 
En una de las rondas se derramó un vaso y el lector, contemplando como aquellas páginas de su peculiar libro resbalaban por la barra, mojó su mano en el whisky y la lamió. Es posible, no existe la certeza, que en aquel momento descubriera que las palabras siempre estuvieron allí y no en los hielos. También puede ser que ya fuera tarde para esa lectura.

viernes, 5 de junio de 2020

Coto

Me han dicho que ya has partido a por el último rock. Ahora tocas la batería en un lugar que imaginamos lejano e intangible, aunque los platos siguen sonando en nuestras cabezas y en nuestros corazones.
Me han dicho que llevabas el sombrero calado y los tirantes, esa sonrisa de pícaro que te acompañaba desde que éramos críos y las baquetas en el bolsillo de atrás.
No queremos estar tristes, pero tampoco vamos a esconder las lágrimas. Pronto levantaremos los vasos y brindaremos por ti. Sonará la música de fondo. Hoy no será esa melodía que todos escucharemos algún día y que tú has silbado por última vez. Hoy toca una de las tuyas. Elegiremos por ti una de esas que te gustaban. Una de esas que endulzan el bourbon del Sur y hacen crecer las rosas de Alabama.
Anúdate bien el pañuelo. ¡Y no te rías, mamón! Guárdanos sitio, que ya iremos llegando. A mí, ya sabes, en una esquina de la barra, con la pared a la espalda y la puerta enfrente para verlas venir. Tú no dejes de tocar. 
Buen viaje, Tomás.