miércoles, 27 de enero de 2021

El Palacio de Cristal


 

Siempre ha sido uno de mis lugares favoritos de Madrid. Como mi casa estaba cerca de El Retiro era frecuente que en nuestra infancia nos llevaran allí a desfogar. La Rosaleda y el Palacio de Cristal solían formar parte del itinerario, que siempre o casi siempre finalizaba en La Cabaña frente a una bolsa de patatas fritas.
Esos paseos continuaron con el paso de los años. Recuerdo una etapa en particular en la que a menudo en horario matinal paseaba por El Retiro y al llegar al Palacio de Cristal me sentaba en un banco cercano bajo un árbol o en la misma escalinata que descendía hasta el agua. Allí, con el sol otoñal o invernal y con la pausa que te proporciona la ausencia de obligaciones, me limitaba a observar como ese sol se reflejaba en los ángulos de la estructura de hierro y cristal y como la vida desfilaba mientras los patos entraban y salían del estanque y el surtidor del centro brotaba como un geiser intentando alcanzar el cielo.
Probablemente ya la vida se escapaba entre los dedos, pero yo, quizás por la incertidumbre o simplemente por llevar la contraria, era joven, tenía la sensación de lo contrario, de que en aquel rincón me asía a la vida.
Recibo una foto, de la que desconozco a su autor, de esos recientes días de nieve que lo convierten en un paraje idílico. Y además de avivar los recuerdos, me reafirma en mi percepción de que es un lugar único.
Bien pudiera ser una caja de cristal o una jaula, desde cuyo interior se observa y se es observado y donde las cristaleras dibujan un espejismo de libertad que no logra borrar su hermetismo. Pero yo prefería permanecer en el exterior, contemplar su figura recortando el cielo. Dejar la mente volar y pensar que, por qué no, aquel era el día de la derrota de mis demonios, que se instalarían para siempre en aquel palacio, a la vista de todos y a la suficiente distancia de mí. La derrota nunca llegó. Y armisticio tras armisticio, el palacio siempre permanece allí; transparente, y sin embargo, tan visible.

lunes, 18 de enero de 2021

La cara B

Escucho un disco donde en la cara A se oye lo mismo que en la B, donde la letra pone el ritmo y la música, el mensaje.
Le preguntaron al músico y no supo o no quiso explicarlo. Tan solo dijo que son las gotas las que forman los mares y no al contrario.
Cogió la guitarra. Y le arrancó los acordes más bellos del mundo. Rasgaba las cuerdas con un suave aleteo y una legión de aves revoloteó sobre el pentagrama. Las miradas se volvieron hacia el cielo, pero no había ni un carro de fuego, ni la cera derretida de una utopía con forma de alas. Apenas se escucharon levemente los pasos de baile de un ángel caído y un coro indefinido de voces que al carecer la canción de estribillo improvisaba un duduá.
Hundió las manos en la arena para asir una caracola que nunca pertenecería a colección alguna. Y antes de que el agua inundara el espacio que ocupaba la caracola acercó el oído con la esperanza de escuchar el lamento de las sirenas. Sólo percibió el murmullo del mar.
Vislumbró sobre esa misma arena un álbum de deseos y en la distancia una botella que un día fue buzón. Y creyó, por un momento, sentir el eco de voces adolescentes rotas por las olas.
Recordó palabras olvidadas por su desuso y consignas que un día no tan lejano fueron banderas de sueños. Se hallaba a medio camino de un tiempo regalado y aquellos acordes marcaban el punto exacto, como la equis el tesoro en el mapa.
Escucho un disco de un músico cuyo nombre no aparecerá entre los primeros de una lista de éxito, en cuya guitarra se dibujan paralelos y meridianos y que no ofrecerá un bis.