Son rachas. Como las del viento. Ese viento helado del Norte, ese que te hiela los huesos y hasta la sangre. Ese mismo que puede llegar a helarte el corazón.
Rachas de viento que duran un soplo y que sin embargo parecen interminables, casi eternas. Son como páginas en blanco de un futuro impredecible más allá de la previsible escritura; la danza de las letras sobre el papel.
Quizás estaba escrito previamente en el libro de la vida con la tinta invisible de los juegos infantiles y de los sueños de espías. O quizás no es más que otro breve capítulo de renglones torcidos e incierto final.
Sopla. Y silba. Como una locomotora desbocada. Como un aullido prolongado. Como un salmo inteligible.
Cierras los ojos. Y esperas que amaine, que la ira se vuelva murmullo y que no brote el eco. Anhelas que la racha del viento traiga una melodía, aunque vuele la partitura y aunque la letra esté perdida.
En un momento de debilidad abrazas la fe del creyente y recuerdas aquel rock dormido que abría la puerta a que el ángel decida volver. Pero no puedes evitar la visión de unas alas mojadas y una espada de fuego. Y piensas que hay fantasmas que no se van del todo y otros que no terminan de llegar. Y todo está en la cabeza. Y todo viaja en las rachas de viento. Y todo es real.
Quieres correr. Saltar. Volar. Conocedor de que un paso adelante implica uno y medio atrás. Nadie te habló de la lluvia. Ni del arco de colores que encierra un tesoro y te devuelve por un instante la inocencia. Nadie te dijo que el sol duerme en un rincón.
El viento trae frío y oscuridad. El mañana está al llegar. Son rachas. El bourbon te hace un guiño. Y no hay dados en la palma de la mano.
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