Las palabras nunca sobran, pero a veces son insuficientes por el peso y la contundencia de los hechos. En política es habitual que los hechos nieguen a las palabras, que las dejen en evidencia. Y esa tendencia se está trasladando a velocidad de crucero a nuestro quehacer cotidiano.
Así que ante un torrente de palabras, nos mantenemos escépticos. Dejamos que la desconfianza se apodere de nosotros y acabamos por no creernos nada. Tampoco ayudan el entorno, los medios de comunicación y el ritmo frenético de vida que nos imponemos o nos imponen y acatamos.
El resultado es que copiamos el modelo de los políticos en nuestra vida y mimetizamos comportamientos e inclusos reproducimos literalmente sus expresiones sin pensar en lo que decimos. De forma que cada vez tenemos menos que contar pero lo contamos con más palabras, con rodeos lingüísticos y con gesticulación acentuada.
Es decir que repudiamos el torrente de palabras ajeno y somos incapaces de asumir que nosotros también originamos un torrente de excesos verbales. Criticamos la puesta en escena del otro y apenas tenemos ojos para vislumbrar las carencias de la nuestra.
Y esta incapacidad contagiosa se va propagando como pandemia, como virus mortal que nos infecta y debilita y no nos permite dar el puñetazo en la mesa. Es más, apenas acertamos a meternos debajo de ella. Y sólo nos asomamos para abrir la boca y tragar las sobras o los sapos que el Gran Hermano dispone con aspecto de vianda y que nosotros engullimos sin preguntar y degustándolo como si fuera caviar; aunque sabemos que es lo que no nos gustaría pisar. Y por supuesto, mucho menos pagar, directa o indirectamente.
Así que ante un torrente de palabras, nos mantenemos escépticos. Dejamos que la desconfianza se apodere de nosotros y acabamos por no creernos nada. Tampoco ayudan el entorno, los medios de comunicación y el ritmo frenético de vida que nos imponemos o nos imponen y acatamos.
El resultado es que copiamos el modelo de los políticos en nuestra vida y mimetizamos comportamientos e inclusos reproducimos literalmente sus expresiones sin pensar en lo que decimos. De forma que cada vez tenemos menos que contar pero lo contamos con más palabras, con rodeos lingüísticos y con gesticulación acentuada.
Es decir que repudiamos el torrente de palabras ajeno y somos incapaces de asumir que nosotros también originamos un torrente de excesos verbales. Criticamos la puesta en escena del otro y apenas tenemos ojos para vislumbrar las carencias de la nuestra.
Y esta incapacidad contagiosa se va propagando como pandemia, como virus mortal que nos infecta y debilita y no nos permite dar el puñetazo en la mesa. Es más, apenas acertamos a meternos debajo de ella. Y sólo nos asomamos para abrir la boca y tragar las sobras o los sapos que el Gran Hermano dispone con aspecto de vianda y que nosotros engullimos sin preguntar y degustándolo como si fuera caviar; aunque sabemos que es lo que no nos gustaría pisar. Y por supuesto, mucho menos pagar, directa o indirectamente.
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