Es final de septiembre. En Baeza el sol engaña, porque tras sus rayos esconde los primeros fríos. Ya han terminado los cursos de verano, así que varían los ritmos y la Universidad sigue uno más pausado.
Esa pausa es la que me permite disfrutar ahora en más momentos, breves eso sí, del silencio del patio. Un silencio sólo roto por el sonido del agua de la fuente. Miro los guijarros incrustados en el suelo, completando formas geométricas, dibujando en blanco y negro. Siento al tacto la suavidad del mármol de sus columnas y como una columna más me fundo en este paisaje cotidiano. Siento mi ser. Sin trascendencia. Consciente de que soy algo minúsculo en el universo. Y con la certeza de ser vulnerable y efímero. Como ave de paso; sin alas, huérfano del sueño de Ícaro. Trato de mirar más adentro y confirmo la fragilidad y la incertidumbre ante el tránsito de la vida y el desenlace de la muerte; cuando Átropos corte el hilo de la vida y Caronte busque una moneda debajo de mi lengua. Pienso en mis peques, y eso me reconforta.
El ruido de la apertura y el cierre de una puerta me devuelve al patio para dejar de ser una de sus columnas. Por la puerta principal entra un grupo de turistas comandado por la guía. Echo un rápido y amplio vistazo al patio, contemplo los cuatro naranjos de hojas olorosas, percibo la nostalgia del silencio y siento un escalofrío en la piel.
Esa pausa es la que me permite disfrutar ahora en más momentos, breves eso sí, del silencio del patio. Un silencio sólo roto por el sonido del agua de la fuente. Miro los guijarros incrustados en el suelo, completando formas geométricas, dibujando en blanco y negro. Siento al tacto la suavidad del mármol de sus columnas y como una columna más me fundo en este paisaje cotidiano. Siento mi ser. Sin trascendencia. Consciente de que soy algo minúsculo en el universo. Y con la certeza de ser vulnerable y efímero. Como ave de paso; sin alas, huérfano del sueño de Ícaro. Trato de mirar más adentro y confirmo la fragilidad y la incertidumbre ante el tránsito de la vida y el desenlace de la muerte; cuando Átropos corte el hilo de la vida y Caronte busque una moneda debajo de mi lengua. Pienso en mis peques, y eso me reconforta.
El ruido de la apertura y el cierre de una puerta me devuelve al patio para dejar de ser una de sus columnas. Por la puerta principal entra un grupo de turistas comandado por la guía. Echo un rápido y amplio vistazo al patio, contemplo los cuatro naranjos de hojas olorosas, percibo la nostalgia del silencio y siento un escalofrío en la piel.
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