Llueve. Somos un país dado a los excesos, sin término medio. Y hasta la lluvia parece saberlo. Inmisericordes las nubes descargan y la lluvia golpea, destruye. El agua de la vida convertida por el exceso en agua de muerte. En la tierra que habito hasta 2 vidas se ha cobrado la tormenta, 2 personas; pero cuánta vida apenas perceptible se ha llevado también esa misma agua.
El agua que cabe en un vaso y desborda un río. El agua que hacemos fluir o detener del grifo con un golpe de muñeca, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de abajo a arriba y de arriba a abajo. La misma agua que muñecas, brazos y cuerpos juntos no pueden parar, ni siquiera encauzarla.
De nuevo el hombre contra la naturaleza, una naturaleza que parece rebelarse y nos recuerda nuestra vulnerabilidad, la de nuestro propio ecosistema. No hacemos caso, no escuchamos, apenas oímos. Y el recuerdo, el aviso en forma de maldición del cielo, pronto se olvida. Al primer rayo de sol.
Llueve. Torrencial y desmesuradamente. Truena. Y el cielo se llena de relámpagos; quiebros luminosos unidos al bramar de ese mismo oscuro cielo. Seguimos presos de la sordera. Hipnotizados ante la caída del agua, fascinados por la riada y sólo preocupados porque el agua pueda entrar en nuestras casas o llevarse nuestros coches en su propia deriva.
Expectantes ante la petición por la Administración de turno de declaración de zona catastrófica y deseosos de la concesión de tan discutible y nada gratificante título. Una gracia acompañada de euros, cuyo destino será mitigar las pérdidas económicas estimadas y que rara vez se empleará en prevenir los efectos de futuros aguaceros.
En las venas de muchas ciudades existe un Callejón del Agua, viendo lo que está cayendo del cielo en Andalucía Oriental y en Levante bien podríamos pensar que ese callejón se ha desbordado, que ha parido una alimaña que devora empedrado y asfalto y con un quebranto convierte la ciudad en una nueva Atlántida.
El agua que cabe en un vaso y desborda un río. El agua que hacemos fluir o detener del grifo con un golpe de muñeca, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de abajo a arriba y de arriba a abajo. La misma agua que muñecas, brazos y cuerpos juntos no pueden parar, ni siquiera encauzarla.
De nuevo el hombre contra la naturaleza, una naturaleza que parece rebelarse y nos recuerda nuestra vulnerabilidad, la de nuestro propio ecosistema. No hacemos caso, no escuchamos, apenas oímos. Y el recuerdo, el aviso en forma de maldición del cielo, pronto se olvida. Al primer rayo de sol.
Llueve. Torrencial y desmesuradamente. Truena. Y el cielo se llena de relámpagos; quiebros luminosos unidos al bramar de ese mismo oscuro cielo. Seguimos presos de la sordera. Hipnotizados ante la caída del agua, fascinados por la riada y sólo preocupados porque el agua pueda entrar en nuestras casas o llevarse nuestros coches en su propia deriva.
Expectantes ante la petición por la Administración de turno de declaración de zona catastrófica y deseosos de la concesión de tan discutible y nada gratificante título. Una gracia acompañada de euros, cuyo destino será mitigar las pérdidas económicas estimadas y que rara vez se empleará en prevenir los efectos de futuros aguaceros.
En las venas de muchas ciudades existe un Callejón del Agua, viendo lo que está cayendo del cielo en Andalucía Oriental y en Levante bien podríamos pensar que ese callejón se ha desbordado, que ha parido una alimaña que devora empedrado y asfalto y con un quebranto convierte la ciudad en una nueva Atlántida.
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