Despeinado por el viento y con barba de varios días. Deambula por las calles de la Ciudad Condal. De vez en cuando levanta la vista y contempla la luna llena.
Nunca creyó en eso de las crisis del hombre; ni en la de los 30, ni en la de los 40. Pero ya dejó atrás la treintena y ahora media la cuarentena. Nunca creyó en eso. Y ahora el cristal de un escaparate le escupe su imagen: la cara del fracaso. El rostro de la derrota.
Quizás sean las 8 horas sentado al volante. Quizás sea el agua caída estos días; necesaria, sí, pero demasiada para un gato. Quizás nunco tuvo oportunidades; o quizás las que tuvo no supo aprovecharlas.
Nunca esperó nada o casi nada de un año nuevo. Seguir vivo y no perder la esperanza ya es un triunfo. Y ahora cuando apenas faltan unas horas para enterrar el año deambula por las calles de esta ciudad que no es la suya, pero de la que también disfruta.
Siempre le gustó pisar las calles; en particular esas dos noches del año en que el sentido común avisa de que debes salir corriendo a casa para llegar a tiempo a la cena. Pero remolonea. Como si no hubiera prisa en esta última noche de año, como si las doces campanadas no nos convirtieran a todos esta noche en una Cenicienta.
Le sigue gustando caminar con pausa por la acera. Observar a su alrededor: gente con paquetes y bolsas en las manos y pasos apresurados; chicas pizpiretas, vestidas para la ocasión, y chicos con un brillo en la mirada; el vecino de un bloque sacando al perro a aliviarse, consciente de que mañana habrá de repetir la misma rutina, y los regazados, apurando el último trago en el bar.
Precisamente al final de la calle hay un bar. Diría que inusualmente lleno por la hora y el día. Entra y pide una caña. Da un trago y aprovecha para responder a uno de esos SMS que le han enviado para felicitarle el año. Jodidos SMS. El año pasado le faltaba tiempo para poder contestarlos y éste, apenas ha recibido un par.
Mira a su alrededor. A su izquierda, un grupo de amigos demora el regreso a casa con la demanda de la penúltima ronda. Más allá, la gente del bar, sentada en taburetes en el recodo al final de la barra, conscientes de que esta noche la cocina está cerrada y la barra apura los últimos servicios. A la derecha, una pareja ultima unos tragos largos. Él es el único que está allí solo. Parece un bicho raro, pero tampoco se va a poner a explicar que necesitaba estirar las piernas, desentumecerse, y que le apeteció tomar una cerveza.
La pareja de la derecha pide la cuenta, y uno de los décimos de lotería que cuelgan entre las botellas. Se van, dejando sus buenos deseos para el nuevo año. Apura su cerveza. Ni siquiera ha visto el número de los décimos, pero casi por un impulso al pagar la caña pide también uno de esos décimos. Se va, también tras dejar sus deseos de felicidad a los allí presentes.
Mala cosa empezar el año suspirando a través de un rectángulo de papel.
Nunca creyó en eso de las crisis del hombre; ni en la de los 30, ni en la de los 40. Pero ya dejó atrás la treintena y ahora media la cuarentena. Nunca creyó en eso. Y ahora el cristal de un escaparate le escupe su imagen: la cara del fracaso. El rostro de la derrota.
Quizás sean las 8 horas sentado al volante. Quizás sea el agua caída estos días; necesaria, sí, pero demasiada para un gato. Quizás nunco tuvo oportunidades; o quizás las que tuvo no supo aprovecharlas.
Nunca esperó nada o casi nada de un año nuevo. Seguir vivo y no perder la esperanza ya es un triunfo. Y ahora cuando apenas faltan unas horas para enterrar el año deambula por las calles de esta ciudad que no es la suya, pero de la que también disfruta.
Siempre le gustó pisar las calles; en particular esas dos noches del año en que el sentido común avisa de que debes salir corriendo a casa para llegar a tiempo a la cena. Pero remolonea. Como si no hubiera prisa en esta última noche de año, como si las doces campanadas no nos convirtieran a todos esta noche en una Cenicienta.
Le sigue gustando caminar con pausa por la acera. Observar a su alrededor: gente con paquetes y bolsas en las manos y pasos apresurados; chicas pizpiretas, vestidas para la ocasión, y chicos con un brillo en la mirada; el vecino de un bloque sacando al perro a aliviarse, consciente de que mañana habrá de repetir la misma rutina, y los regazados, apurando el último trago en el bar.
Precisamente al final de la calle hay un bar. Diría que inusualmente lleno por la hora y el día. Entra y pide una caña. Da un trago y aprovecha para responder a uno de esos SMS que le han enviado para felicitarle el año. Jodidos SMS. El año pasado le faltaba tiempo para poder contestarlos y éste, apenas ha recibido un par.
Mira a su alrededor. A su izquierda, un grupo de amigos demora el regreso a casa con la demanda de la penúltima ronda. Más allá, la gente del bar, sentada en taburetes en el recodo al final de la barra, conscientes de que esta noche la cocina está cerrada y la barra apura los últimos servicios. A la derecha, una pareja ultima unos tragos largos. Él es el único que está allí solo. Parece un bicho raro, pero tampoco se va a poner a explicar que necesitaba estirar las piernas, desentumecerse, y que le apeteció tomar una cerveza.
La pareja de la derecha pide la cuenta, y uno de los décimos de lotería que cuelgan entre las botellas. Se van, dejando sus buenos deseos para el nuevo año. Apura su cerveza. Ni siquiera ha visto el número de los décimos, pero casi por un impulso al pagar la caña pide también uno de esos décimos. Se va, también tras dejar sus deseos de felicidad a los allí presentes.
Mala cosa empezar el año suspirando a través de un rectángulo de papel.
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