Hace tiempo que desistí de confirmar o desmentir fábulas sobre mi padre. Y sin embargo eso no me exime de escuchar de vez en cuando alguna andanza atribuida a mi progenitor con más o menos literatura y con mucho menos rigor.
Hoy me ha tocado aguantar la enésima. Ésta era cierta, pero no menos sabida, porque me la contó mi padre y el propio protagonista de la historia. Mi padre murió tantas veces en vida, que cuando la negra dama vino a visitarle yo ni lo creí, ni estaba preparado para ello.
La historia no está exenta de gracia. En una de tantas de esas atribuciones de muerte, un amigo, casi un hermano, al enterarse de la noticia compró un ramo de flores y recorrió hospitales y clínicas en busca del difunto. En lugar del cadáver, encontró a mi padre con relativa salud apurando una sopa en una cama de una habitación de la 5ª planta de un hospital. Su amigo, casi hermano, arrojó bastante enojado las flores a la cama y espetó a mi padre: “no eres formal ni para morirte”.
Cuando murió el amigo, casi hermano de mi padre, más joven que él, y con la misma informalidad, se presentó un tipo en Casa Gorrión, una taberna con solera de la ciudad que habito. El amigo, casi hermano de mi padre, se llamaba Carmelo Palomino y era, sus cuadros siguen hablando por él, un magnífico pintor. El tipo al que me refiero irrumpió en la taberna, pidió un vino y comenzó a hablar de su amistad con Carmelo. Mi padre, junto a unos amigos y el dueño de la taberna, escuchaba al desconocido, que de repente nombró al Niño Amador, mi padre, y glosó su amistad con él y con el difunto para a continuación interesarse por la posibilidad de adquirir alguna obra del pintor. Al oír su nombre, mi padre preguntó al tipo por su amistad con él y tras escuchar una interminable retahila de mentiras sobre supuestas camaraderías se identificó y mandó al tipo a hacer puñetas.
Algunas de estas historias dibujan aún hoy en mi cara una mueca parecida a una sonrisa, pero otras me hacen pensar en quien las cuenta y sobre todo en para qué las cuenta, para alcanzar su minuto de gloria en la barra de un bar, para escapar de su propia miseria mental o porque acaba creyendo que es verdad lo que cuenta.
Yo guardo muchas historias de mi padre reales, aquella vez que le aparcó en Madrid el coche a Rita Hayworth porque ésta andaba subida en la uva, su “afaire” en Londres con una belleza exótica mujer del grandísimo Xavier Cugat, sus tragos junto a Hemingway en la barra de Chicote, su amistad con Paco Camino y con Manuel Benítez “El Cordobés”… y siempre recuerdo aquello que me dijo de una vez cuando le ofrecieron entrevistarle y declinó el “honor” porque iban a pensar que estaba presumiendo o mintiendo.
Hay personas que sólo necesitan beber una botella para comprender que en su fondo no hay respuestas, pero otras como mi padre dedican una vida entera a la búsqueda. Fue perseverante en esa búsqueda, pero eso no le impidió disfrutar de la vida y saborearla con intensidad.
Yo le quería, a pesar de nuestros desencuentros le quería (supongo que él a su manera también me quiso) y le echo de menos. Tengo un cuadro con su rostro pintado por su amigo, casi hermano, Carmelo. Lo miro y veo a mi padre con su perilla, con su sempiterna cachimba y el botón del cuello de la camisa desabrochado y le pido que desde donde esté me "eche una gamba”, cómo si no supiera que sí dependiera de él lo haría.
Hoy me ha tocado aguantar la enésima. Ésta era cierta, pero no menos sabida, porque me la contó mi padre y el propio protagonista de la historia. Mi padre murió tantas veces en vida, que cuando la negra dama vino a visitarle yo ni lo creí, ni estaba preparado para ello.
La historia no está exenta de gracia. En una de tantas de esas atribuciones de muerte, un amigo, casi un hermano, al enterarse de la noticia compró un ramo de flores y recorrió hospitales y clínicas en busca del difunto. En lugar del cadáver, encontró a mi padre con relativa salud apurando una sopa en una cama de una habitación de la 5ª planta de un hospital. Su amigo, casi hermano, arrojó bastante enojado las flores a la cama y espetó a mi padre: “no eres formal ni para morirte”.
Cuando murió el amigo, casi hermano de mi padre, más joven que él, y con la misma informalidad, se presentó un tipo en Casa Gorrión, una taberna con solera de la ciudad que habito. El amigo, casi hermano de mi padre, se llamaba Carmelo Palomino y era, sus cuadros siguen hablando por él, un magnífico pintor. El tipo al que me refiero irrumpió en la taberna, pidió un vino y comenzó a hablar de su amistad con Carmelo. Mi padre, junto a unos amigos y el dueño de la taberna, escuchaba al desconocido, que de repente nombró al Niño Amador, mi padre, y glosó su amistad con él y con el difunto para a continuación interesarse por la posibilidad de adquirir alguna obra del pintor. Al oír su nombre, mi padre preguntó al tipo por su amistad con él y tras escuchar una interminable retahila de mentiras sobre supuestas camaraderías se identificó y mandó al tipo a hacer puñetas.
Algunas de estas historias dibujan aún hoy en mi cara una mueca parecida a una sonrisa, pero otras me hacen pensar en quien las cuenta y sobre todo en para qué las cuenta, para alcanzar su minuto de gloria en la barra de un bar, para escapar de su propia miseria mental o porque acaba creyendo que es verdad lo que cuenta.
Yo guardo muchas historias de mi padre reales, aquella vez que le aparcó en Madrid el coche a Rita Hayworth porque ésta andaba subida en la uva, su “afaire” en Londres con una belleza exótica mujer del grandísimo Xavier Cugat, sus tragos junto a Hemingway en la barra de Chicote, su amistad con Paco Camino y con Manuel Benítez “El Cordobés”… y siempre recuerdo aquello que me dijo de una vez cuando le ofrecieron entrevistarle y declinó el “honor” porque iban a pensar que estaba presumiendo o mintiendo.
Hay personas que sólo necesitan beber una botella para comprender que en su fondo no hay respuestas, pero otras como mi padre dedican una vida entera a la búsqueda. Fue perseverante en esa búsqueda, pero eso no le impidió disfrutar de la vida y saborearla con intensidad.
Yo le quería, a pesar de nuestros desencuentros le quería (supongo que él a su manera también me quiso) y le echo de menos. Tengo un cuadro con su rostro pintado por su amigo, casi hermano, Carmelo. Lo miro y veo a mi padre con su perilla, con su sempiterna cachimba y el botón del cuello de la camisa desabrochado y le pido que desde donde esté me "eche una gamba”, cómo si no supiera que sí dependiera de él lo haría.
Foto: Francisco Amador Serrano, "El Niño Amador", de Pedro Aceituno.
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