Anoche tuve oportunidad de ver en la 2 un documental sobre el restaurante “El Bulli” y con posterioridad un debate sobre si la gastronomía es cultura o negocio (a mi juicio un desafortunado e innecesario punto de partida para el mismo). Entre otros invitados participaron en el debate dos cocineros, Adriá y Aduriz, y lo moderó una periodista que por mor de prodigarse en la pantalla (59 segundos, especiales, debates) comienza a parecerse cada vez más a un busto parlante cuya misión sea confundir a los telespectadores y cortar a los invitados, los verdaderos protagonistas, para introducir a destiempo intervenciones grabadas y entorpecer las de los invitados del plató, excepto la del representante del Gobierno.
A pesar de ello pude deleitarme con las palabras de Ferrán Adriá, un hombre que pudo ser Dios y eligió seguir siendo un hombre. Y además, un cocinero, un artista. Entre la humildad y la vanidad, ha optado por la primera; y entre el glamour y el trabajo, por el segundo. Junto a él, Aduriz, uno de sus discípulos que junto al arte de los fogones, debió impregnarse también de los valores del maestro. Dos creadores comprometidos.
Probablemente nunca iré a “El Bulli”, por motivos crematísticos y porque sería incapaz de fijar un cita con tanta antelación cuando apenas se lo que voy a hacer mañana. Aunque me encantaría. De ahí que agradezca un documental tan verídico, tan real y tan natural. Y de ahí que agradezca que convirtieran el salón de mi casa en un palco y a mí en un espectador privilegiado.
Pude asistir desde mi sofá al teatro “El Bulli”. Disfruté con los preparativos, con la intendencia; con el símil escénico podríamos denominarlos ensayo. Y sobre todo gocé con la función de “La cena de los afortunados”. Unos decorados sin excesos, sin pretensiones dejaban todo el protagonismo a los actores de la obra: camareros, cocineros, clientes… Así disfruté de la danza de los camareros, del romance de los cocineros y de los coros de los comensales. Y cómo no, del papel estelar de los platos, sólo un goce visual porque la televisión no permite aún el acceso al sabor y al olor. ¡Qué espectáculo! Platos con trozos del arco iris, de océanos, de praderas y del jardín del paraíso. Bañados con vinos blancos y tintos, cavas y licores para completar los colores de la paleta del pintor. Y para terminar, el placer de un habano. Una rueda de cajas de habanos, con las maderas grabadas, decoradas, envejecidas, barnizadas y en su interior ordenados como soldaditos de plomo, los cigarros, excelsos, algunos con vitola (que me perdone Cabrera Infante), otros desnudos, sólo envueltos en su capa. ¡Bravo, bravo, bravo!
En el debate, preguntó Adriá en varias ocasiones ¿qué queremos ser de mayores? Una pregunta sobre el futuro de la gastronomía española claramente dirigida al representante del Gobierno. Yo me quedo con la pregunta, no para mí, sino para los que vienen detrás. Que sean lo que quieran, cocineros, bomberos, pilotos, médicos, deportistas… Y que no sean dioses, sino hombres y mujeres que apuesten por la humildad, el esfuerzo, el trabajo… y el compromiso.
A pesar de ello pude deleitarme con las palabras de Ferrán Adriá, un hombre que pudo ser Dios y eligió seguir siendo un hombre. Y además, un cocinero, un artista. Entre la humildad y la vanidad, ha optado por la primera; y entre el glamour y el trabajo, por el segundo. Junto a él, Aduriz, uno de sus discípulos que junto al arte de los fogones, debió impregnarse también de los valores del maestro. Dos creadores comprometidos.
Probablemente nunca iré a “El Bulli”, por motivos crematísticos y porque sería incapaz de fijar un cita con tanta antelación cuando apenas se lo que voy a hacer mañana. Aunque me encantaría. De ahí que agradezca un documental tan verídico, tan real y tan natural. Y de ahí que agradezca que convirtieran el salón de mi casa en un palco y a mí en un espectador privilegiado.
Pude asistir desde mi sofá al teatro “El Bulli”. Disfruté con los preparativos, con la intendencia; con el símil escénico podríamos denominarlos ensayo. Y sobre todo gocé con la función de “La cena de los afortunados”. Unos decorados sin excesos, sin pretensiones dejaban todo el protagonismo a los actores de la obra: camareros, cocineros, clientes… Así disfruté de la danza de los camareros, del romance de los cocineros y de los coros de los comensales. Y cómo no, del papel estelar de los platos, sólo un goce visual porque la televisión no permite aún el acceso al sabor y al olor. ¡Qué espectáculo! Platos con trozos del arco iris, de océanos, de praderas y del jardín del paraíso. Bañados con vinos blancos y tintos, cavas y licores para completar los colores de la paleta del pintor. Y para terminar, el placer de un habano. Una rueda de cajas de habanos, con las maderas grabadas, decoradas, envejecidas, barnizadas y en su interior ordenados como soldaditos de plomo, los cigarros, excelsos, algunos con vitola (que me perdone Cabrera Infante), otros desnudos, sólo envueltos en su capa. ¡Bravo, bravo, bravo!
En el debate, preguntó Adriá en varias ocasiones ¿qué queremos ser de mayores? Una pregunta sobre el futuro de la gastronomía española claramente dirigida al representante del Gobierno. Yo me quedo con la pregunta, no para mí, sino para los que vienen detrás. Que sean lo que quieran, cocineros, bomberos, pilotos, médicos, deportistas… Y que no sean dioses, sino hombres y mujeres que apuesten por la humildad, el esfuerzo, el trabajo… y el compromiso.
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