Siempre me ha dado pudor escribir sobre José Couso. Por respeto. Y por temor a caer en lugares comunes, a no encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que quiero decir y acabar visitando esos lugares comunes. Así han pasado seis años.
A ese pudor le ha acompañado durante este tiempo la rabia. Por lo que pasó, por cómo pasó y por lo que ha seguido pasando. Pero hoy la rabia ha superado al pudor. Ha podido más. La tremenda rabia que arrastro desde ayer es la que me ha empujado a escribir.
Justicia, legalidad y legitimidad. Son conceptos excesivamente manoseados, pero no por ello debemos ni podemos desecharlos. A ellos añadiría otro, que no me gusta demasiado porque siempre se ha utilizado como una justificación de acciones violentas, honor. Todos ellos convergen en el caso Couso y todos ellos afectan al protagonista de varios sucesos lamentables y dolorosos en nuestra historia reciente: el ex ministro de Justicia y de Defensa, Federico Trillo, que dejó, al margen de los esperpentos de Perejil y de la plaza de Colón, los cadáveres debajo de la alfombra.
No entiendo el rostro de cemento y la desvergüenza superlativa en quién alardea públicamente y sin recato de valores y de creencias que sus propias acciones desmienten. No entiendo a quién se ampara en el deshonor y la cobardía para no afrontar sus responsabilidades, no ya las políticas que también, sino las morales. Y no entiendo cómo puede esconderse alguien en una legitimidad electoral, falsa e irreal, para no afrontar las consecuencias de sus acciones u omisiones.
La última muestra de mi falta de entendimiento y de la escalada de mi rabia son las respuestas del interfecto al juez Pedraz sobre porqué no se investigó la muerte del cámara de Telecinco en Bagdad. Otro regate a la justicia, otra muesca de desprecio. Y otro insulto a la memoria.
Dignidad y justicia no deberían asemejar una quimera, pero seis años son un largo tiempo. Al menos para los que esperan. Y el caso Couso es otra oportunidad, para el gobierno y la justicia española, pero también para la comunidad internacional, de demostrar que la ley se aplica igual para todos: poderosos y débiles, ejércitos y civiles, gobernantes de países ricos y gobernantes de países pobres, víctimas y asesinos.
Es obligado recordar que José Couso fue el asesinado y todavía hoy, seis años más tarde, es la víctima.
A ese pudor le ha acompañado durante este tiempo la rabia. Por lo que pasó, por cómo pasó y por lo que ha seguido pasando. Pero hoy la rabia ha superado al pudor. Ha podido más. La tremenda rabia que arrastro desde ayer es la que me ha empujado a escribir.
Justicia, legalidad y legitimidad. Son conceptos excesivamente manoseados, pero no por ello debemos ni podemos desecharlos. A ellos añadiría otro, que no me gusta demasiado porque siempre se ha utilizado como una justificación de acciones violentas, honor. Todos ellos convergen en el caso Couso y todos ellos afectan al protagonista de varios sucesos lamentables y dolorosos en nuestra historia reciente: el ex ministro de Justicia y de Defensa, Federico Trillo, que dejó, al margen de los esperpentos de Perejil y de la plaza de Colón, los cadáveres debajo de la alfombra.
No entiendo el rostro de cemento y la desvergüenza superlativa en quién alardea públicamente y sin recato de valores y de creencias que sus propias acciones desmienten. No entiendo a quién se ampara en el deshonor y la cobardía para no afrontar sus responsabilidades, no ya las políticas que también, sino las morales. Y no entiendo cómo puede esconderse alguien en una legitimidad electoral, falsa e irreal, para no afrontar las consecuencias de sus acciones u omisiones.
La última muestra de mi falta de entendimiento y de la escalada de mi rabia son las respuestas del interfecto al juez Pedraz sobre porqué no se investigó la muerte del cámara de Telecinco en Bagdad. Otro regate a la justicia, otra muesca de desprecio. Y otro insulto a la memoria.
Dignidad y justicia no deberían asemejar una quimera, pero seis años son un largo tiempo. Al menos para los que esperan. Y el caso Couso es otra oportunidad, para el gobierno y la justicia española, pero también para la comunidad internacional, de demostrar que la ley se aplica igual para todos: poderosos y débiles, ejércitos y civiles, gobernantes de países ricos y gobernantes de países pobres, víctimas y asesinos.
Es obligado recordar que José Couso fue el asesinado y todavía hoy, seis años más tarde, es la víctima.
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