Decía un jefe indio al volver con su tribu después de visitar al gran jefe blanco en Washington que los hombres blancos medían el tiempo y que además tenían una máquina (el reloj) con la que medían el tiempo, ¡como si el tiempo se pudiera medir!
El hombre blanco dejó de mirar a la luna y al sol, le volvió la cara a la madre naturaleza y creyó con una fe inquebrantable que era capaz de medir el tiempo.
Imitó a los dioses, en los que ni siquiera creía, girando la rueda del reloj y adelantando y retrasando sus agujas, como si en su esfera guardase el misterio de la vida y como si pudiera dominarla con un simple movimiento de las yemas de los dedos.
Fragmentó ese tiempo en medidas como el día, la semana, el mes o el año y no contento con ello redujo más las magnitudes a horas, minutos y segundos. Y en mitad de ese éxtasis pretendió hacer girar el mundo al compás del reloj.
Desde entonces hemos perseverado en la creencia. Hemos aprovechado y malgastado el tiempo, hemos sido hombres y mujeres de nuestro tiempo (incluso algunos se han adelantado a su tiempo), hemos buscado el tiempo perdido, nos hemos dejado atrapar por el tiempo… y en meses como éste somos capaces de vivir pendientes de los “hombres del tiempo”.
Sin apenas darnos cuenta logramos que el tiempo se fuera escurriendo entre las manos, ante la incapacidad de retenerlo o siquiera retrasarlo. Preservamos la ilusión de que se paraba en el recuerdo, por lo que estuvimos tentados de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que la única vía era declarar la guerra al olvido a través de la persistencia de la memoria.
Debió ser en ese instante cuando las máquinas de medir el tiempo se convirtieron en relojes blandos; pero daba igual, porque como aseguró el genio “lo importante es que señale la hora exacta”; la medida del tiempo.
El hombre blanco dejó de mirar a la luna y al sol, le volvió la cara a la madre naturaleza y creyó con una fe inquebrantable que era capaz de medir el tiempo.
Imitó a los dioses, en los que ni siquiera creía, girando la rueda del reloj y adelantando y retrasando sus agujas, como si en su esfera guardase el misterio de la vida y como si pudiera dominarla con un simple movimiento de las yemas de los dedos.
Fragmentó ese tiempo en medidas como el día, la semana, el mes o el año y no contento con ello redujo más las magnitudes a horas, minutos y segundos. Y en mitad de ese éxtasis pretendió hacer girar el mundo al compás del reloj.
Desde entonces hemos perseverado en la creencia. Hemos aprovechado y malgastado el tiempo, hemos sido hombres y mujeres de nuestro tiempo (incluso algunos se han adelantado a su tiempo), hemos buscado el tiempo perdido, nos hemos dejado atrapar por el tiempo… y en meses como éste somos capaces de vivir pendientes de los “hombres del tiempo”.
Sin apenas darnos cuenta logramos que el tiempo se fuera escurriendo entre las manos, ante la incapacidad de retenerlo o siquiera retrasarlo. Preservamos la ilusión de que se paraba en el recuerdo, por lo que estuvimos tentados de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que la única vía era declarar la guerra al olvido a través de la persistencia de la memoria.
Debió ser en ese instante cuando las máquinas de medir el tiempo se convirtieron en relojes blandos; pero daba igual, porque como aseguró el genio “lo importante es que señale la hora exacta”; la medida del tiempo.
Imagen: "La persistencia de la memoria" (1931.), Salvador Dalí. Museo Metropolitano de Nueva York.
Ciertamente. A mí lo que más me gusta de todos modos, es perderlo, el tiempo. Carlos, que estoy esperando encontrarme con tu homólogo hongkonita, alguien que me recuerde a tí, que seguro que lo encuentro...
ResponderEliminarY una vez más: enhorabuena por tus textos.
Magnifica descripcion del tiempo. Me ha encantado leerte.Bicos.
ResponderEliminarRakel, lo de perder el tiempo siempre lo escuché como algo peyorativo y nunca entendí por qué. Cuando encuentres a mi replicante hongkonita, cuéntame a qué se dedica (si puedes comunicarte con él) y comprueba si fuma en pipa. Un beso.
ResponderEliminarEauphelia, como siempre tu visita es un placer. Un bico.
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