Sabido es por muchos que la curiosidad, la última mirada atrás, convirtió a la mujer de Lot en estatua de sal, pero no sabemos si resistió a la primera tormenta y quedó para siempre impertérrita o por el contrario, el agua la borró de la faz de la tierra, relegándola a las páginas del universal libro.
A mí las estatuas me parecen el paradigma de la soledad. De sal, mármol, bronce o elementos reciclados. Soledad, al margen de material o textura. Testigos mudos y en ocasiones desconocidos del paso del tiempo, hasta que son engullidas por el propio tiempo. Condenadas en primera instancia al olvido en un almacén, para posteriormente ser destruidas.
Algunas estatuas no merecen siquiera una lágrima, albergar nuestra mirada o permanecer en el recuerdo. Mientras que otras merecen un soneto, contemplar un primer beso o el indulto eterno. Pero esos merecimientos o la ausencia de ellos no evitan su desamparada existencia en plazas, calles, parques o jardines. Presas de su inmovilidad. Solitarias.
Hasta que llegaron los mimos. Y liberaron a las estatuas de su encierro. Su parálisis se volvió pasajera y el desamparo tornó en soledad compartida. Los anclajes adquirieron provisionalidad y las efigies adquirieron vida, ante el temor y el asombro de infantiles ojos.
Sólo que los mimos nunca fueron, ni serán estatuas; tan sólo una apariencia de la realidad. La misma apariencia de realidad que algunos se empeñan en hacernos ver, como un truco de ilusionismo o una hipnosis colectiva. Para que no volvamos la vista atrás y prevalezca el temor a convertirnos en estatuas.
A mí las estatuas me parecen el paradigma de la soledad. De sal, mármol, bronce o elementos reciclados. Soledad, al margen de material o textura. Testigos mudos y en ocasiones desconocidos del paso del tiempo, hasta que son engullidas por el propio tiempo. Condenadas en primera instancia al olvido en un almacén, para posteriormente ser destruidas.
Algunas estatuas no merecen siquiera una lágrima, albergar nuestra mirada o permanecer en el recuerdo. Mientras que otras merecen un soneto, contemplar un primer beso o el indulto eterno. Pero esos merecimientos o la ausencia de ellos no evitan su desamparada existencia en plazas, calles, parques o jardines. Presas de su inmovilidad. Solitarias.
Hasta que llegaron los mimos. Y liberaron a las estatuas de su encierro. Su parálisis se volvió pasajera y el desamparo tornó en soledad compartida. Los anclajes adquirieron provisionalidad y las efigies adquirieron vida, ante el temor y el asombro de infantiles ojos.
Sólo que los mimos nunca fueron, ni serán estatuas; tan sólo una apariencia de la realidad. La misma apariencia de realidad que algunos se empeñan en hacernos ver, como un truco de ilusionismo o una hipnosis colectiva. Para que no volvamos la vista atrás y prevalezca el temor a convertirnos en estatuas.
Pues eso, yo como El Angel tengo mi vision particular de las estatuas, aunque sean trasladadas a un simple juego como es el de la vida misma.
ResponderEliminar;)
Eauphelia, no es poco ese simple juego, incluso para una estatua. Un bico.
ResponderEliminarOye Carlos, llevas unos días sin decir nada ¿estás bien?, no te me habrás quedado como la mujer de Lot?
ResponderEliminar¡¡queremos tus textos!!!
Rakel, estoy bien. Me muevo, por lo que podemos rechazar la conversión en estatua. Pero seguro que yo también hubiera vuelto la cabeza para mirar. Un beso.
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