Leo con alborozo y un ápice de melancolía el anuncio de la reapertura, el jueves de la próxima semana, del Museo Romántico de Madrid (El País, Sábado, 28 de Noviembre de 2009). Tras unos años cerrado para su restauración, que a mí se me han antojado demasiados, el museo reabrirá su puerta con un aumento del 50 por ciento en los objetos a exponer.
Es un pequeño museo en la madrileña calle de San Mateo, en el que se encuentran cuadros y objetos bastante interesantes y por encima de todo, para mí, el gabinete de Don Mariano de Larra, incluida la pistola que se llevó su vida.
Viví unos pocos años en la calle San Lorenzo, transversal a San Mateo, en una corrala del siglo XVIII. Así que pasaba a menudo por la puerta del museo y en varias ocasiones lo visité. Una de sus curiosidades es que en 1936 su dirección recayó sobre Rafael Alberti.
A mí me fascinaba el espacio dedicado a Larra. Era mi primer año de facultad y aunque mi opción no se debía por entero a Don Mariano, es innegable que leer su obra fue una influencia de peso para la inoculación de ese veneno que desde hace años consumo voluntariamente y al que, como los grandes románticos aseverarían, doy más de lo que recibo.
Hablar de literatura romántica en España es hablar de Larra, de Espronceda, de Bécquer, del Duque de Rivas o de Rosalía de Castro. Algunos como Bécquer, de poesía demasiado almibarada, pero de fascinantes leyendas. Mientras que hacerlo de pintura es por encima del resto, Francisco Goya. Pero al margen del genio aragonés, hay otros maestros como Madrazo, Esquivel, Casado de Alisal o Alenza, alguno de los cuales viste las paredes de este museo.
Soy consciente de que la cultura, aunque al alcance de todos, continúa siendo tabú para demasiada gente. Me pregunto cuántos madrileños y cuántos visitantes de la ciudad no conocerán este museo y otros similares. Al ser de pequeñas dimensiones su visita es relativamente corta, dependiendo del grado de ensimismamiento del visitante, y se puede acompañar de otra rápida visita al Museo Municipal de Madrid, ubicado en la calle de Fuencarral, en el Antiguo Hospicio; ya la fachada es un deleite para la vista. Y para terminar la ronda con buen sabor de boca, puede uno acercarse a la calle de Colón, junto a la plaza de San Ildefonso, a la bodega de la Ardosa, de la que cuentan que fue la primera en servir en Madrid la Guinness negra y que tuvo entre su clientela al propio Goya.
Puedo asegurarles que este gato prefiere la rubia, pero de vez en cuando no ha hecho ascos a mojar sus bigotes en la espuma de esa pinta negra al más puro estilo british. Tan al estilo, que la prima pinta que tomé en un pub londinense a final de los ochenta me llevó directamente a la Ardosa. Debe ser como dice Luis García Montero (“Los bares”, El País, Sábado, 28 de noviembre de 2009) que “se agradecen mucho más las sorpresas de los bares en las ciudades extrañas, porque nos dan amparo igual que la luz de otoño, y la sensación de pertenencia es más amplia, más generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la íntima alegría de las repeticiones”. En esto, también hallo algo de romanticismo.
Es un pequeño museo en la madrileña calle de San Mateo, en el que se encuentran cuadros y objetos bastante interesantes y por encima de todo, para mí, el gabinete de Don Mariano de Larra, incluida la pistola que se llevó su vida.
Viví unos pocos años en la calle San Lorenzo, transversal a San Mateo, en una corrala del siglo XVIII. Así que pasaba a menudo por la puerta del museo y en varias ocasiones lo visité. Una de sus curiosidades es que en 1936 su dirección recayó sobre Rafael Alberti.
A mí me fascinaba el espacio dedicado a Larra. Era mi primer año de facultad y aunque mi opción no se debía por entero a Don Mariano, es innegable que leer su obra fue una influencia de peso para la inoculación de ese veneno que desde hace años consumo voluntariamente y al que, como los grandes románticos aseverarían, doy más de lo que recibo.
Hablar de literatura romántica en España es hablar de Larra, de Espronceda, de Bécquer, del Duque de Rivas o de Rosalía de Castro. Algunos como Bécquer, de poesía demasiado almibarada, pero de fascinantes leyendas. Mientras que hacerlo de pintura es por encima del resto, Francisco Goya. Pero al margen del genio aragonés, hay otros maestros como Madrazo, Esquivel, Casado de Alisal o Alenza, alguno de los cuales viste las paredes de este museo.
Soy consciente de que la cultura, aunque al alcance de todos, continúa siendo tabú para demasiada gente. Me pregunto cuántos madrileños y cuántos visitantes de la ciudad no conocerán este museo y otros similares. Al ser de pequeñas dimensiones su visita es relativamente corta, dependiendo del grado de ensimismamiento del visitante, y se puede acompañar de otra rápida visita al Museo Municipal de Madrid, ubicado en la calle de Fuencarral, en el Antiguo Hospicio; ya la fachada es un deleite para la vista. Y para terminar la ronda con buen sabor de boca, puede uno acercarse a la calle de Colón, junto a la plaza de San Ildefonso, a la bodega de la Ardosa, de la que cuentan que fue la primera en servir en Madrid la Guinness negra y que tuvo entre su clientela al propio Goya.
Puedo asegurarles que este gato prefiere la rubia, pero de vez en cuando no ha hecho ascos a mojar sus bigotes en la espuma de esa pinta negra al más puro estilo british. Tan al estilo, que la prima pinta que tomé en un pub londinense a final de los ochenta me llevó directamente a la Ardosa. Debe ser como dice Luis García Montero (“Los bares”, El País, Sábado, 28 de noviembre de 2009) que “se agradecen mucho más las sorpresas de los bares en las ciudades extrañas, porque nos dan amparo igual que la luz de otoño, y la sensación de pertenencia es más amplia, más generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la íntima alegría de las repeticiones”. En esto, también hallo algo de romanticismo.
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