martes, 27 de octubre de 2009

¿Para qué?

El sábado fui al cementerio. No es un sitio que me agrade demasiado, pero es cierto que allí se experimenta una sensación de paz, de tranquilidad, de relativo silencio.
No estuve demasiado tiempo. De hecho, permanecí allí apenas unos minutos porque era la hora de cerrar. Fui a llevarle unas flores a mi abuela. El viernes se cumplió un año justo de su ausencia. Fue la última en marcharse de una lista demasiado larga, al menos para mí, y condensada en un corto espacio de tiempo, de junio a octubre, que convirtió 2008 en un periodo de tiempo amargo.
El domingo estuve en el tanatorio. El padre de una amiga había claudicado ante su estado de salud y acudí a acompañarla en tan triste lance. Hacía justo un año que no había pisado aquel lugar; desde que fui a recoger las cenizas de mi abuela.
En poco tiempo había recogido tantas cenizas y había portado tantas urnas, que podía pasar con naturalidad por un empleado de una funeraria; pero no era más que otro damnificado por la pérdida. Consciente de que cada pérdida es como una amputación, y de que cada miembro amputado es irrecuperable.
Dicen que los que se van siguen viviendo en el corazón y en el recuerdo de los que nos quedamos; así que me temo que están condenados a una segunda marcha cuando se produzca la nuestra. Del mismo modo que la afección por la pérdida implica una búsqueda del equilibrio entre el corazón y el cerebro o lo que es lo mismo, nivelar la balanza de los sentimientos y la razón. Una tarea ardua porque el desequilibrio empuja a territorios inexplorados de nuestra propia existencia, a páramos inhóspitos en los que las ausencias traen el frío a los huesos, el paroxismo a los sentimientos y llevan a la razón al borde de la sinrazón.
Y no es fácil mantener la estabilidad cuando se anda sobre el alambre y no se tienen ni las condiciones, ni la capacidad del equilibrista, no ya para hacer piruetas en el aire, sino para caminar. Aunque sea sobre el alambre, y a sabiendas de que da igual caer o llegar al final del camino, porque el resultado es el mismo. Y porque no hay respuesta a la que probablemente sea una de las preguntas más antiguas de la humanidad ¿para qué?

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