(A LOS INVISIBLES)
No imagino peor ausencia que la ausencia de uno mismo. No imagino transitar por territorios en los que no me reconozca, en los que no conozca a la gente que me rodea o en los que sea incapaz de identificar esos territorios.
Yo que no concibo las fronteras me pregunto quién delimita con exactitud las líneas de esos territorios de la mente a los que a ninguno se nos niega el paso o la estancia y en los que muchos transitan y otros permanentemente habitan. No hay mapa que conduzca a esos territorios, que marque el camino, pero se me ocurre que el dolor, la frustración, la pérdida, las obsesiones e incluso un mal viento pueden ser buenos guías. Fatales lazarillos.
Hay muchos invisibles en este espacio llamado vida en el que nos movemos. Y en la mayoría de los casos son invisibles porque apenas les miramos, porque con certeza no queremos verlos. Comodidad, tranquilidad, cobardía, miedo…. tenemos infinitas coartadas, tantas como palabras para definirlas; aunque ni siquiera seamos capaces de llamar a los invisibles por su nombre y ni siquiera seamos capaces de justificar con palabras nuestras coartadas.
Dice Leopoldo María Panero que “Nos vuelven locos en la calle y en el manicomio rematan el trabajo”. Hoy, 10 de octubre, es el Día Mundial de la Salud Mental. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) al menos un 10 por ciento de la población mundial padece algún trastorno grave y una cuarta parta ni siquiera está diagnosticada. Sólo nos acordamos de la salud cuando nos visita la enfermedad. Aunque hay enfermedades como ésta que viven dentro de nosotros hasta que un día se manifiestan. No habito el país de la locura, de la demencia, de la esquizofrenia, de la depresión, pero se que no necesito invitación para visitarlo y habitarlo; se que el billete de ida lo expide nuestra propia mente. Y también se que en demasiadas ocasiones no hay billete de vuelta.
La mente es un enigma. Y la locura, un estigma que vuelve invisible al que la padece y causa la ceguera del resto. Aún así siempre hay excepciones, siempre hay quien se rebela contra la falta de luz; abre sus ojos porque también ve con los ojos del corazón y trata de abrir los nuestros. Esas personas, como mi amiga Chabela, son la esperanza de los invisibles para convertirse en visibles. Y puede que sin saberlo también la nuestra, para abandonar la oscuridad y avanzar hacia la luz. Para ver.
He vivido entre los arrabales, pareciendo/ un mono, he vivido en la alcantarilla…/ transportando las heces,/ he vivido dos años en el pueblo de las moscas/ y aprendido a nutrirme de lo que suelto./ Fui una culebra deslizándose/ por la ruina del hombre, gritando/ aforismos en pie sobre los muertos,/ atravesando mares de carne desconocida/ con mis logaritmos./ Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla/ y que mis padres me sedujeron para/ ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos./ He enseñado a moverse a las larvas/ sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír/ cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran./ Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar,/ y decía con los ojos “fuera de la vida”, o bien “no hay nada que pueda/ ser menos todavía que tu alma”, o bien “cómo te llamas”/ y “qué oscuro es tu nombre”./ He vivido los blancos de la vida,/ sus equivocaciones, sus olvidos, su/ torpeza incesante y recuerdo su/ misterio brutal, y el tentáculo/ suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies/ frenéticos de huida./ He vivido su tentación, y he vivido el pecado/ del que nadie cabe nunca nos absuelva.
“El Loco”. “Last River Together”, Leopoldo María Panero, 1980.
No imagino peor ausencia que la ausencia de uno mismo. No imagino transitar por territorios en los que no me reconozca, en los que no conozca a la gente que me rodea o en los que sea incapaz de identificar esos territorios.
Yo que no concibo las fronteras me pregunto quién delimita con exactitud las líneas de esos territorios de la mente a los que a ninguno se nos niega el paso o la estancia y en los que muchos transitan y otros permanentemente habitan. No hay mapa que conduzca a esos territorios, que marque el camino, pero se me ocurre que el dolor, la frustración, la pérdida, las obsesiones e incluso un mal viento pueden ser buenos guías. Fatales lazarillos.
Hay muchos invisibles en este espacio llamado vida en el que nos movemos. Y en la mayoría de los casos son invisibles porque apenas les miramos, porque con certeza no queremos verlos. Comodidad, tranquilidad, cobardía, miedo…. tenemos infinitas coartadas, tantas como palabras para definirlas; aunque ni siquiera seamos capaces de llamar a los invisibles por su nombre y ni siquiera seamos capaces de justificar con palabras nuestras coartadas.
Dice Leopoldo María Panero que “Nos vuelven locos en la calle y en el manicomio rematan el trabajo”. Hoy, 10 de octubre, es el Día Mundial de la Salud Mental. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) al menos un 10 por ciento de la población mundial padece algún trastorno grave y una cuarta parta ni siquiera está diagnosticada. Sólo nos acordamos de la salud cuando nos visita la enfermedad. Aunque hay enfermedades como ésta que viven dentro de nosotros hasta que un día se manifiestan. No habito el país de la locura, de la demencia, de la esquizofrenia, de la depresión, pero se que no necesito invitación para visitarlo y habitarlo; se que el billete de ida lo expide nuestra propia mente. Y también se que en demasiadas ocasiones no hay billete de vuelta.
La mente es un enigma. Y la locura, un estigma que vuelve invisible al que la padece y causa la ceguera del resto. Aún así siempre hay excepciones, siempre hay quien se rebela contra la falta de luz; abre sus ojos porque también ve con los ojos del corazón y trata de abrir los nuestros. Esas personas, como mi amiga Chabela, son la esperanza de los invisibles para convertirse en visibles. Y puede que sin saberlo también la nuestra, para abandonar la oscuridad y avanzar hacia la luz. Para ver.
He vivido entre los arrabales, pareciendo/ un mono, he vivido en la alcantarilla…/ transportando las heces,/ he vivido dos años en el pueblo de las moscas/ y aprendido a nutrirme de lo que suelto./ Fui una culebra deslizándose/ por la ruina del hombre, gritando/ aforismos en pie sobre los muertos,/ atravesando mares de carne desconocida/ con mis logaritmos./ Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla/ y que mis padres me sedujeron para/ ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos./ He enseñado a moverse a las larvas/ sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír/ cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran./ Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar,/ y decía con los ojos “fuera de la vida”, o bien “no hay nada que pueda/ ser menos todavía que tu alma”, o bien “cómo te llamas”/ y “qué oscuro es tu nombre”./ He vivido los blancos de la vida,/ sus equivocaciones, sus olvidos, su/ torpeza incesante y recuerdo su/ misterio brutal, y el tentáculo/ suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies/ frenéticos de huida./ He vivido su tentación, y he vivido el pecado/ del que nadie cabe nunca nos absuelva.
“El Loco”. “Last River Together”, Leopoldo María Panero, 1980.
Tienes el corazón de un guerrero. Lo sé
ResponderEliminarNo tengo ni idea que me trajo hasta ti pero me alegro infinitamente de que nuestros caminos se cruzaran.
Gracias por descubrirme a Valente y a esos otros que me haces visibles.
Un abrazo con todo el corazón.
Ya no danzo loco al son de los tambores, porque al fin te consiguió el que tiene un corazón tan guerrero como cruel, tan infiel.
ResponderEliminar"Ya no danzo al son de los tambores", El Último de la Fila.
El agua y el gato. Si me lo cuentan... Salud.