Se ha vendido Gandhi, a 1’8 millones de dólares. Más que Gandhi, lo que quedaba de él, unas gafas, unas sandalias, un cuenco y un plato y un reloj de bolsillo. Una paradoja, el embajador de la pobreza, el líder del cambio pacífico, cotiza al alza. No se engañen, no pagan por sus postulados, pagan por unos objetos que la mayoría ni recogería de un contenedor. Salvo el peluco, supongo.
Hace un par días yo pensaba en qué podría vender. A sabiendas de que el dilema no es lo que puedo vender, sino lo que querría vender. Mi santa siempre ha dicho que si algún día nos venían mal dadas siempre podíamos montar un mercadillo. Y yo me pregunto sí ha llegado ya ese día.
Debe ser complicado decidir a que objeto le corresponde ser el primero. No estará exento de dificultad. Hay cosas que uno no vendería nunca, renunciando a su valor económico frente a su valor sentimental.
Hace muchos años conocí a un tipo que compraba joyas y otros objetos de valor a viejas damas del madrileño barrio de Salamanca. Comenzaron a llevarlas al Monte de Piedad y finalmente, las vendían. Sólo para mantener de puertas a fuera un estatus, un estereotipo social. Imagino que su falso estatus provocaría más de un patatús a sus herederos. Media vida esperando a heredar a la madre, a la tía o a la abuela y cuando llega el momento la doña se lo ha pulido todo. ¡Maldita vieja!, musitarían entre dientes sin perder la compostura y sin comprender que al menos habían heredado ese cliché social; tan necesario para ellos de puertas hacia fuera.
El precio a pagar. Por fuera un buen terno y por dentro las tripas negras. La estética frente a la esencia. Extraña forma de existencia. Y sin embargo, longeva.
Ahora me cuentan que la crisis ha resucitado las casas de empeño y que también se ha disparado la venta de cajas de caudales. Recursos de los que tienen algo que vender o que guardar. Los desahuciados no necesitan ni unas ni otras, salvo para jugarse la penúltima carta de la desesperación. Apariencia y supervivencia. Que contrastes.
Hace un par días yo pensaba en qué podría vender. A sabiendas de que el dilema no es lo que puedo vender, sino lo que querría vender. Mi santa siempre ha dicho que si algún día nos venían mal dadas siempre podíamos montar un mercadillo. Y yo me pregunto sí ha llegado ya ese día.
Debe ser complicado decidir a que objeto le corresponde ser el primero. No estará exento de dificultad. Hay cosas que uno no vendería nunca, renunciando a su valor económico frente a su valor sentimental.
Hace muchos años conocí a un tipo que compraba joyas y otros objetos de valor a viejas damas del madrileño barrio de Salamanca. Comenzaron a llevarlas al Monte de Piedad y finalmente, las vendían. Sólo para mantener de puertas a fuera un estatus, un estereotipo social. Imagino que su falso estatus provocaría más de un patatús a sus herederos. Media vida esperando a heredar a la madre, a la tía o a la abuela y cuando llega el momento la doña se lo ha pulido todo. ¡Maldita vieja!, musitarían entre dientes sin perder la compostura y sin comprender que al menos habían heredado ese cliché social; tan necesario para ellos de puertas hacia fuera.
El precio a pagar. Por fuera un buen terno y por dentro las tripas negras. La estética frente a la esencia. Extraña forma de existencia. Y sin embargo, longeva.
Ahora me cuentan que la crisis ha resucitado las casas de empeño y que también se ha disparado la venta de cajas de caudales. Recursos de los que tienen algo que vender o que guardar. Los desahuciados no necesitan ni unas ni otras, salvo para jugarse la penúltima carta de la desesperación. Apariencia y supervivencia. Que contrastes.
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