martes, 17 de marzo de 2009

El silencio del móvil

Decía el ex presidente Calvo Sotelo que lo que más notó al abandonar la Moncloa, al dejar de ser presidente, es que dejaron de sonar los teléfonos.
Yo no he dejado la Moncloa, ni siquiera algo parecido, pero mis teléfonos tampoco suenan. En numerosas ocasiones, más de las que quisiera, cojo el móvil y lo miro, como si pudiera presionarle para que sonara. Como si él tuviera la culpa y a la vez, fuera la solución. Él no puede hacer nada. Es un simple intermediario entre quien llama y quien responde. Pero yo lo miro, con una dosis de angustia, con una porción de necesidad y con una medida de esperanza.
Cuesta aceptar que no te llamen, que a pesar del número de currículum enviado no hay respuesta. Que nadie se acuerda de ti y que nadie va a llamar para ofrecerte un trabajo. Que siempre se van a acordar de otro antes que de ti. Incluso aquellos que creías tus amigos. Y pese a ello, cojo el móvil, lo miro y a veces lo zarandeo, como si el aparato no tuviera ya bastante con el timbre y la función de vibrador.
Quizás le pido demasiado a este pequeño celular, aunque quizás sólo sea cuestión de tiempo. Quién sabe, después de la cámara de fotos, la conexión a Internet y el correo electrónico, el GPS y tantas y tantas cosas imprescindibles en nuestras vidas, a lo mejor a alguien se le ocurre implantarle un chip o un chop. Así el móvil sería como esos robots capaces de reproducir emociones humanas. Se imaginan, el compañero del siglo XXI, mucho más que un móvil, un amigo, un camarada, un confesor, un cómplice… El único que no te fallará. Salvo, claro, que se le acabe la batería. Dichoso aparato; pues no sigue sin sonar.

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