Otro viaje relámpago a Barcelona. El último de este verano. Es viernes y son demasiados kilómetros. El Sur queda muy lejos de la ciudad condal, en definitiva, del Norte; de cualquier Norte. Como decía es viernes y tras demasiados kilómetros, Barcelona es una realidad. Arribamos a las diez y media de la noche. Los peques ya están durmiendo, de modo que a sabiendas de que hasta mañana no los veremos despiertos, optamos por cenar fuera. Un pequeño restaurante en el barri d’Horta (barrio de Horta), junto a la plaza Bacardí.
Coqueto. El acceso con la barra a la izquierda, un pequeño pasillo que deja la cocina a la vista, también a la izquierda, para desembocar en el salón. Un pequeño salón de seis u ocho mesas. A mi juicio las sillas y las mesas desentonan y quitan posibilidades al local. Es una opinión, absolutamente subjetiva. Sólo hay chicas atendiendo el local, tanto en la barra, como en la cocina o en las mesas.
Pedimos un par de cervezas, bien frías, y para empezar una amanida de pollastres (ensalada de pollo), seguida de un surtido de ibéricos con pan y tomate (Assortit d’embotits iberics amb pan amb tomaquet).
Nada espectacular de oídas. Sin embargo, esta cena frugal es un deleite para los sentidos. Tras más de 900 kilómetros y unas cuantas horas de carretera es un remanso y un pequeño lujo. Repito cerveza, como casi siempre, y degusto viandas de calidad sin pretensiones. Algo muy común en muchos restaurantes de Cataluña, alejados de la cocina de autor, pero maestros en la elaboración de productos y cocina tradicionales. A pesar de ello, el postre me deja en evidencia, profiteroles con salsa de chocolate caliente; es una de mis debilidades y un recuerdo jocoso; de cuando una amiga, al día siguiente de una cena, nos comentó que de postre había tomado profilácticos con chocolate. Enseguida apuntamos la opción de los profiteroles, probablemente desdeñando posibilidades amatorias o simplemente, una mala pasada de los deseos.
Al día siguiente, tras 27 días sin verlos, al despertarse mis peques se lanzan en mis brazos. Entre sorprendidos y mimosos. Abrazos y besos. Los ojos abiertos y la sonrisa encendida en el rostro.
No hay nada más. Podemos aderezarlo con lo que queramos, pero en esencia eso es todo. Es lo importante.
Coqueto. El acceso con la barra a la izquierda, un pequeño pasillo que deja la cocina a la vista, también a la izquierda, para desembocar en el salón. Un pequeño salón de seis u ocho mesas. A mi juicio las sillas y las mesas desentonan y quitan posibilidades al local. Es una opinión, absolutamente subjetiva. Sólo hay chicas atendiendo el local, tanto en la barra, como en la cocina o en las mesas.
Pedimos un par de cervezas, bien frías, y para empezar una amanida de pollastres (ensalada de pollo), seguida de un surtido de ibéricos con pan y tomate (Assortit d’embotits iberics amb pan amb tomaquet).
Nada espectacular de oídas. Sin embargo, esta cena frugal es un deleite para los sentidos. Tras más de 900 kilómetros y unas cuantas horas de carretera es un remanso y un pequeño lujo. Repito cerveza, como casi siempre, y degusto viandas de calidad sin pretensiones. Algo muy común en muchos restaurantes de Cataluña, alejados de la cocina de autor, pero maestros en la elaboración de productos y cocina tradicionales. A pesar de ello, el postre me deja en evidencia, profiteroles con salsa de chocolate caliente; es una de mis debilidades y un recuerdo jocoso; de cuando una amiga, al día siguiente de una cena, nos comentó que de postre había tomado profilácticos con chocolate. Enseguida apuntamos la opción de los profiteroles, probablemente desdeñando posibilidades amatorias o simplemente, una mala pasada de los deseos.
Al día siguiente, tras 27 días sin verlos, al despertarse mis peques se lanzan en mis brazos. Entre sorprendidos y mimosos. Abrazos y besos. Los ojos abiertos y la sonrisa encendida en el rostro.
No hay nada más. Podemos aderezarlo con lo que queramos, pero en esencia eso es todo. Es lo importante.
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