Con el cielo plomizo y el calor azuzando como el fuego. Abrasando. Como una maldición bíblica o azteca o como un mal de ojo perenne. El verano en el Sur pone a prueba a sus gentes.
Siempre se alabó la fortaleza de gentes de otras tierras, pero por estas latitudes cuando hasta el aire hierve hay que resistir. Unos lo achacan al hábito, como si alguien pudiera habituarse a estas temperaturas y a esta sensación térmica; otros, desmereciendo, afirman que no es para tanto, y otros, aseveran orgullosos que es una cuestión de carácter.
Pero cuando el sol roza ardiendo la piel y hasta falta el aire en los pulmones porque el poco aire que hay arde como si fuera fuego, no hay hábito, descrédito o carácter al que acudir para refrescarse. Bajo estas condiciones sólo hay lugar para los instintos y entre ellos, el de supervivencia. Resistir y adaptarse. Sólo así se puede explicar que en el Sur, en estío, con el cielo ardiendo como el carro del profeta Elías, la vida continúe; se mantenga ese pulso vital y las ciudades no caigan en el letargo. Con más o menos ganas, con más o menos energías, seguimos respirando. La cabeza y el cuerpo responden, a partir de ahí, el misterio de la vida.
Mientras, en el Norte, falsos aprendices de Prometeo esparcen en campos y montes fuegos de muerte. Tierra, agua y fuego para un macabro ritual de destrucción. Suena la muerte, como preludio del dolor. Y la danza del maestro Falla se convierte en un réquiem.
Siempre se alabó la fortaleza de gentes de otras tierras, pero por estas latitudes cuando hasta el aire hierve hay que resistir. Unos lo achacan al hábito, como si alguien pudiera habituarse a estas temperaturas y a esta sensación térmica; otros, desmereciendo, afirman que no es para tanto, y otros, aseveran orgullosos que es una cuestión de carácter.
Pero cuando el sol roza ardiendo la piel y hasta falta el aire en los pulmones porque el poco aire que hay arde como si fuera fuego, no hay hábito, descrédito o carácter al que acudir para refrescarse. Bajo estas condiciones sólo hay lugar para los instintos y entre ellos, el de supervivencia. Resistir y adaptarse. Sólo así se puede explicar que en el Sur, en estío, con el cielo ardiendo como el carro del profeta Elías, la vida continúe; se mantenga ese pulso vital y las ciudades no caigan en el letargo. Con más o menos ganas, con más o menos energías, seguimos respirando. La cabeza y el cuerpo responden, a partir de ahí, el misterio de la vida.
Mientras, en el Norte, falsos aprendices de Prometeo esparcen en campos y montes fuegos de muerte. Tierra, agua y fuego para un macabro ritual de destrucción. Suena la muerte, como preludio del dolor. Y la danza del maestro Falla se convierte en un réquiem.
No hay comentarios:
Publicar un comentario