El fútbol y la política producen ceguera. En algunos casos la ceguera es sólo temporal, pero en otros, en demasiados, es permanente. Y lo preocupante es que no parece tener cura.
En la ciudad en la que habito ayer tocaba fútbol. El equipo local tenía la posibilidad de ascender a segunda división si ganaba el partido. Había empatado en el partido previo en cancha ajena y ayer con ganar por un gol de diferencia ascendía. No pudo ser. Tocó cruz.
En términos económicos, el ascenso del equipo hubiera supuesto para la ciudad un pellizco, según leí en la prensa local unos 600.000 euros. En el terreno de los sentimientos es difícil evaluarlo, aunque sin duda la euforia y la emotividad se habrían disparado.
Ayer poco o nada importaban la crisis económica, la falta de empleo en una ciudad y una provincia que ha dependido del monocultivo del olivar y de la construcción, sectores hoy en retroceso, el caos circulatorio o las altas temperaturas. Ayer era día de hipnosis colectiva. El campo a reventar, el corazón desbocado y los sueños reducidos a sólo un ensueño.
Cuando fui a comprar el periódico por la mañana en las calles ya se veía a grupos con banderas y camisetas del equipo local, a pesar de que el partido no comenzaba hasta las nueve de la noche.
Esta mañana, a la crisis, al desempleo y a las altas temperaturas se sumaba la frustración; la decepción. He ido a comprar el periódico y no se hablaba de otra cosa. He ido a tomar un café y no se hablaba de otra cosa. Y me temo que en cualquier punto de la ciudad al que vaya esta mañana voy a oír los mismos comentarios y voy a ver las mismas caras de chasco. Ante este panorama, como tantos otros me pregunto qué tiene el fútbol para provocar esta pasión, para subir al cielo o bajar al infierno en 90 minutos. Y sobre todo, ¿por qué la gente no se implica, no se compromete con otras cuestiones de mayor relevancia y que le afecta en aspecto fundamentales de su vida?
En la ciudad en la que habito ayer tocaba fútbol. El equipo local tenía la posibilidad de ascender a segunda división si ganaba el partido. Había empatado en el partido previo en cancha ajena y ayer con ganar por un gol de diferencia ascendía. No pudo ser. Tocó cruz.
En términos económicos, el ascenso del equipo hubiera supuesto para la ciudad un pellizco, según leí en la prensa local unos 600.000 euros. En el terreno de los sentimientos es difícil evaluarlo, aunque sin duda la euforia y la emotividad se habrían disparado.
Ayer poco o nada importaban la crisis económica, la falta de empleo en una ciudad y una provincia que ha dependido del monocultivo del olivar y de la construcción, sectores hoy en retroceso, el caos circulatorio o las altas temperaturas. Ayer era día de hipnosis colectiva. El campo a reventar, el corazón desbocado y los sueños reducidos a sólo un ensueño.
Cuando fui a comprar el periódico por la mañana en las calles ya se veía a grupos con banderas y camisetas del equipo local, a pesar de que el partido no comenzaba hasta las nueve de la noche.
Esta mañana, a la crisis, al desempleo y a las altas temperaturas se sumaba la frustración; la decepción. He ido a comprar el periódico y no se hablaba de otra cosa. He ido a tomar un café y no se hablaba de otra cosa. Y me temo que en cualquier punto de la ciudad al que vaya esta mañana voy a oír los mismos comentarios y voy a ver las mismas caras de chasco. Ante este panorama, como tantos otros me pregunto qué tiene el fútbol para provocar esta pasión, para subir al cielo o bajar al infierno en 90 minutos. Y sobre todo, ¿por qué la gente no se implica, no se compromete con otras cuestiones de mayor relevancia y que le afecta en aspecto fundamentales de su vida?
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