De lunes a viernes disfruto de un capricho. Un paseo. En realidad, son dos paseos, uno sobre las ocho de la mañana, y otro, sobre las tres de la tarde. Antes y después de trabajar.
Tras dejar a mis peques en el ‘cole’ y recorrer cuarenta y tantos kilómetros con el coche llego a Baeza. Lo aparco, siempre que hay sitio y habitualmente lo hay, antes de alcanzar la zona de intramuros, la parte monumental de la ciudad. Atravieso la Plaza del Pópulo, conocida por su fuente como la Plaza de los Leones, miró la puerta de la muralla, y subo una cuesta, lo suficientemente empinada para hacer desistir a más de uno a esas horas de la mañana.
Durante esos más de 40 kilómetros en el coche oigo la radio y voy pensando en diversas cosas; siempre que me lo permite la carretera, en obras para su conversión en autovía. Al salir del coche siento el aire frío de la mañana en el rostro; una sensación que a alguien puede parecerle desagradable, pero que a mí me causa el efecto contrario. Me agrada. De igual manera que ese paseo me ayuda a desentumecer los músculos y a despejar la mente. Quizás pueda parecer una extraña forma de sentirse vivo.
Tras subir la cuesta desemboco en la Plaza de Santa María, donde está la fuente del mismo nombre que la plaza, entre la Catedral y el Seminario, por el que accedo al Palacio de Jabalquinto.
Antes de atravesar el jardín hago una parada en la cafetería de la Universidad para tomar un café con leche, el primero de la mañana; que dicen mis samaritanas que me preparan con cariño. Aunque a veces, pocas es cierto, el cariño quema como un demonio.
Ayer nevó. Y hoy mientras iba contemplaba los campos de olivos bañados con los restos de nieve y escarcha. Los mismos restos que blanquean tejados y jardines; lugares ajenos a la pisada o al acceso habitual del hombre. Los mismos campos que inspiraron a Machado. Y las mismas piedras que él contempló.
Es un privilegio poder disfrutar de esos paseos; en especial, del de por la mañana; a pesar de ser hora poco propicia para los hábitos de un gato, más partidario de permanecer enroscado en algún espacio cálido. Es un capricho que llega a su fin, apenas podré disfrutarlo una semana más. Y aún así no me quejo, aprecio esta regalía que el destino me ha otorgado y estoy dispuesto a saborear ese deambular matinal los días que me quedan.
Echaré de menos esas piedras mudas, que pese a su silencio cuentan historias del pasado. Añoraré ese paseo de entre 5 y 10 minutos por el corazón de la ciudad del Renacimiento. Y el paso por el jardín, entre el Seminario y el Palacio de Jabalquinto, donde permanece impasible el busto de Antonio Machado; que me hace pensar que sería un buen lugar, un lugar hermoso, para el reposo del poeta.
Tras dejar a mis peques en el ‘cole’ y recorrer cuarenta y tantos kilómetros con el coche llego a Baeza. Lo aparco, siempre que hay sitio y habitualmente lo hay, antes de alcanzar la zona de intramuros, la parte monumental de la ciudad. Atravieso la Plaza del Pópulo, conocida por su fuente como la Plaza de los Leones, miró la puerta de la muralla, y subo una cuesta, lo suficientemente empinada para hacer desistir a más de uno a esas horas de la mañana.
Durante esos más de 40 kilómetros en el coche oigo la radio y voy pensando en diversas cosas; siempre que me lo permite la carretera, en obras para su conversión en autovía. Al salir del coche siento el aire frío de la mañana en el rostro; una sensación que a alguien puede parecerle desagradable, pero que a mí me causa el efecto contrario. Me agrada. De igual manera que ese paseo me ayuda a desentumecer los músculos y a despejar la mente. Quizás pueda parecer una extraña forma de sentirse vivo.
Tras subir la cuesta desemboco en la Plaza de Santa María, donde está la fuente del mismo nombre que la plaza, entre la Catedral y el Seminario, por el que accedo al Palacio de Jabalquinto.
Antes de atravesar el jardín hago una parada en la cafetería de la Universidad para tomar un café con leche, el primero de la mañana; que dicen mis samaritanas que me preparan con cariño. Aunque a veces, pocas es cierto, el cariño quema como un demonio.
Ayer nevó. Y hoy mientras iba contemplaba los campos de olivos bañados con los restos de nieve y escarcha. Los mismos restos que blanquean tejados y jardines; lugares ajenos a la pisada o al acceso habitual del hombre. Los mismos campos que inspiraron a Machado. Y las mismas piedras que él contempló.
Es un privilegio poder disfrutar de esos paseos; en especial, del de por la mañana; a pesar de ser hora poco propicia para los hábitos de un gato, más partidario de permanecer enroscado en algún espacio cálido. Es un capricho que llega a su fin, apenas podré disfrutarlo una semana más. Y aún así no me quejo, aprecio esta regalía que el destino me ha otorgado y estoy dispuesto a saborear ese deambular matinal los días que me quedan.
Echaré de menos esas piedras mudas, que pese a su silencio cuentan historias del pasado. Añoraré ese paseo de entre 5 y 10 minutos por el corazón de la ciudad del Renacimiento. Y el paso por el jardín, entre el Seminario y el Palacio de Jabalquinto, donde permanece impasible el busto de Antonio Machado; que me hace pensar que sería un buen lugar, un lugar hermoso, para el reposo del poeta.
Me gusta la foto. Es de esas que se amplian y puedes apreciar muy bien todo los detalles, que te integran en ese rincon del paisaje y te hacen soñar. El tejado helado que retiene toda la frialdad y aisla a los bajo é habitan... Las palmeras, que recuerdan dátiles y lugares mas cálidos que invitan a soñar aunque en la foto esten como desangeladas o fuera de lugar. El banco solitario de piedra fria esperando unas posaderas que le transmitan un poco de calor... y ese busto de alguien que se fue, aunque siga estando, y del que se conocen sus grandezas pero nunca la realidad de su ser, de ese yo más intrinseco que como en celo todos guardamos... al que le hablas esperando una respuesta que solo puedes hallar en ti mismo.
ResponderEliminarEau, te ha salido la vena poética. Me alegro de que te guste la foto. Salud.
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