Desde hace algún tiempo en mi cabeza ocupan un inhabitual espacio trenes, apeaderos, andenes y una estación de tren.
Pensaba en un tren como metáfora de la vida. El principio y el final de un viaje. El vagón al que te subes al nacer y que supuestamente no abandonas hasta llegar a la estación de destino. Y digo supuestamente, porque nadie te puede obligar a llegar hasta esa última estación que es la muerte. Aunque la gran paradoja es que el abandono de ese vagón en cualquier parada del trayecto, incluso en marcha, es en sí mismo el acto final.
En otras ocasiones pensaba en los trenes como sinónimo de una última oportunidad. Imaginaba la espera en un andén poblado o en un apeadero solitario; uno de esos apeaderos perdidos en medio del campo, rodeado de olivos y alejado de viviendas y de núcleos rurales y urbanos, cuyas luces se adivinan cercanas, pero a la suficiente distancia como para alimentar esa soledad.
La mirada siguiendo los raíles hasta donde ya la vista no alcanza. Buscando ese tren que no parece llegar. Y evitando reconocer que quizás no llegue nunca. Para no aceptar que ese tren ya pasó y no hubo consciencia de su paso y menos de que era el último.
No hay medida posible del tiempo y además, se pierde la noción de su transcurrir, así que lo más parecido a un reloj son los propios pasos a izquierda y derecha en ese andén. Pasos que tampoco llevan a lugar alguno, pero cuya suma sería un sorprendente número de kilómetros. Pasos incapaces de perturbar al oído en su única misión de oír el sonido de ese tren. Pasos inútiles.
En esa estación, no perder la esperanza significa creer en la existencia de la llegada de ese último tren, a pesar de ser sólo una posibilidad. Aferrarse a esa última oportunidad, sin plantear o preguntar sobre el merecimiento de la misma, pero con el convencimiento de que la vida ha de pagar su deuda a los desheredados.
La espera, toda espera, es incertidumbre. Ausencia de certeza. Pero la espera en un andén solitario, sin saber si ese último tren vendrá, es una invitación a la perturbación y a perder el rumbo. La antesala del abismo.
Ignoro si hay alguna sesuda explicación onírica o de cualquier otra índole sobre los pensamientos relativos a los trenes, estaciones, andenes y apeaderos y su posible simbolismo. Pero puedo afirmar que no hace mucho yo estaba de pie en ese andén, esperando uno de esos trenes; llegó, y subí a él, y espero que no sea el último. Y sin embargo, aún hoy, me veo en aquel apeadero solitario, con la mirada siguiendo los raíles y paseando a izquierda y derecha de ese andén sin llegar a lugar alguno.
Pudiera ser que dejará allí una de mis vidas de gato y tan sólo sean vestigios de melancolía.
Foto: Estación de Espeluy (Jaén). Juan Fra. Tomada de http://www.panoramio.com/photo/7224789.
Pensaba en un tren como metáfora de la vida. El principio y el final de un viaje. El vagón al que te subes al nacer y que supuestamente no abandonas hasta llegar a la estación de destino. Y digo supuestamente, porque nadie te puede obligar a llegar hasta esa última estación que es la muerte. Aunque la gran paradoja es que el abandono de ese vagón en cualquier parada del trayecto, incluso en marcha, es en sí mismo el acto final.
En otras ocasiones pensaba en los trenes como sinónimo de una última oportunidad. Imaginaba la espera en un andén poblado o en un apeadero solitario; uno de esos apeaderos perdidos en medio del campo, rodeado de olivos y alejado de viviendas y de núcleos rurales y urbanos, cuyas luces se adivinan cercanas, pero a la suficiente distancia como para alimentar esa soledad.
La mirada siguiendo los raíles hasta donde ya la vista no alcanza. Buscando ese tren que no parece llegar. Y evitando reconocer que quizás no llegue nunca. Para no aceptar que ese tren ya pasó y no hubo consciencia de su paso y menos de que era el último.
No hay medida posible del tiempo y además, se pierde la noción de su transcurrir, así que lo más parecido a un reloj son los propios pasos a izquierda y derecha en ese andén. Pasos que tampoco llevan a lugar alguno, pero cuya suma sería un sorprendente número de kilómetros. Pasos incapaces de perturbar al oído en su única misión de oír el sonido de ese tren. Pasos inútiles.
En esa estación, no perder la esperanza significa creer en la existencia de la llegada de ese último tren, a pesar de ser sólo una posibilidad. Aferrarse a esa última oportunidad, sin plantear o preguntar sobre el merecimiento de la misma, pero con el convencimiento de que la vida ha de pagar su deuda a los desheredados.
La espera, toda espera, es incertidumbre. Ausencia de certeza. Pero la espera en un andén solitario, sin saber si ese último tren vendrá, es una invitación a la perturbación y a perder el rumbo. La antesala del abismo.
Ignoro si hay alguna sesuda explicación onírica o de cualquier otra índole sobre los pensamientos relativos a los trenes, estaciones, andenes y apeaderos y su posible simbolismo. Pero puedo afirmar que no hace mucho yo estaba de pie en ese andén, esperando uno de esos trenes; llegó, y subí a él, y espero que no sea el último. Y sin embargo, aún hoy, me veo en aquel apeadero solitario, con la mirada siguiendo los raíles y paseando a izquierda y derecha de ese andén sin llegar a lugar alguno.
Pudiera ser que dejará allí una de mis vidas de gato y tan sólo sean vestigios de melancolía.
Foto: Estación de Espeluy (Jaén). Juan Fra. Tomada de http://www.panoramio.com/photo/7224789.
Subir a un tren (en el sntido que tú le das) es siempre algo ilusionante,puedes pensar que te lleva a un lugar hermoso y definitivo o que es un vulgar regional que te sirve para enlazar con un cosmopolita AVE. Cuándo se sube a un tren hay que dejar volar la imaginación y abrir la puerta a la esperanza
ResponderEliminarNo estoy muy seguro de que el lugar definitivo sea hermoso, pero soy consciente de que no puedo viajar siempre.
ResponderEliminarEspero que lleguen muchos trenes más.
ResponderEliminarMarion, los trenes siempren estarán ahí y la duda será cuál coger o cuál dejar pasar. Salud.
ResponderEliminar