La Casa del Rey apuesta por la mordaza. Desde su punto de vista, parcial. Pero al fin y al cabo, mordaza. En el siglo XXI, la real censura.
El monarca no quiere que le escriban y cierra la puerta a la prensa. Actos oficiales, si; pero fuera de eso, recepciones y demás, ¡ni agua! Disuelvan los corrillos de los plumillas. ¡A la calle! a integrarse en la fila de los desheredados.
Negar el acceso a la prensa a las fuentes, en especial, en las ocasiones en que ese acceso se produce de forma relajada, alejado de cámaras y micrófonos, con libertad y sin encorsetamientos, no es beneficioso para los periodistas, pero tampoco para el resto de la sociedad, incluida la Casa Real.
Atrás queda el papel de la prensa en la Transición, en la consolidación de la democracia y en el mantenimiento de la propia monarquía. Y por supuesto, el monarca y su séquito olvidan la sensibilidad y discreción de la prensa en general hacia los deslices, en determinados momentos demasiado frecuentes y sonoros, del propio monarca y de otros miembros de la Familia Real. Salvo un par de portadas de “El Jueves” y las salidas de tono de algún iluminado de las ondas y un conocido ex cortesano, la prensa ha tenido un trato exquisito con la Corona española.
Aún así la regia respuesta ha sido hacer caso omiso de la petición de la presidenta de los periodistas españoles. Ni por vía epistolar ni por vía oral, la respuesta ha sido la misma, si tú hablas en nombre de 14.000, yo hablo en nombre de Uno, y como a la postre pesa más la corona que la pluma, nones.
También quedan atrás las esperanzas de algunos románticos bien pensantes, que se frotaban las manos con la llegada de una periodista al núcleo duro de la Familia Real. Algunos se atrevieron a aventurar el cambio evidente de su excelso marido, tanto en el trato con la prensa como con el pueblo, y lo atribuían a la influencia de la antigua colega de profesión. Incluso la propia presidenta de los periodistas sentenció, si estuviera ejerciendo la profesión sería la primera en condenar el veto.
Con estos mimbres no parece una cuestión de desinformación y si el resultado de un mal consejo o la ausencia de un buen consejero. Y extraña que el monarca, siempre bien aconsejado, abra ahora sin motivo aparente este frente con la prensa. Es cierto que es difícil suplir a su mejor y más leal consejero, su padre, Don Juan, el rey sin trono y sin corona, y al ex jefe de la Casa Real, Sabino Fernández, pero cuesta creer que entre sus más cercanos no exista alguien capaz de poner fin a este absurdo veto y desaconsejar la mordaza.
En vísperas de otro aniversario de aquel 23-F en que descubrimos que teníamos un rey, sería estúpido y anacrónico tener que debatir sobre una cabeza sin corona o una corona sin cabeza, del mismo modo que es estúpido y anacrónico debatir sobre las plumas para la censura o sobre la censura para las plumas.
El monarca no quiere que le escriban y cierra la puerta a la prensa. Actos oficiales, si; pero fuera de eso, recepciones y demás, ¡ni agua! Disuelvan los corrillos de los plumillas. ¡A la calle! a integrarse en la fila de los desheredados.
Negar el acceso a la prensa a las fuentes, en especial, en las ocasiones en que ese acceso se produce de forma relajada, alejado de cámaras y micrófonos, con libertad y sin encorsetamientos, no es beneficioso para los periodistas, pero tampoco para el resto de la sociedad, incluida la Casa Real.
Atrás queda el papel de la prensa en la Transición, en la consolidación de la democracia y en el mantenimiento de la propia monarquía. Y por supuesto, el monarca y su séquito olvidan la sensibilidad y discreción de la prensa en general hacia los deslices, en determinados momentos demasiado frecuentes y sonoros, del propio monarca y de otros miembros de la Familia Real. Salvo un par de portadas de “El Jueves” y las salidas de tono de algún iluminado de las ondas y un conocido ex cortesano, la prensa ha tenido un trato exquisito con la Corona española.
Aún así la regia respuesta ha sido hacer caso omiso de la petición de la presidenta de los periodistas españoles. Ni por vía epistolar ni por vía oral, la respuesta ha sido la misma, si tú hablas en nombre de 14.000, yo hablo en nombre de Uno, y como a la postre pesa más la corona que la pluma, nones.
También quedan atrás las esperanzas de algunos románticos bien pensantes, que se frotaban las manos con la llegada de una periodista al núcleo duro de la Familia Real. Algunos se atrevieron a aventurar el cambio evidente de su excelso marido, tanto en el trato con la prensa como con el pueblo, y lo atribuían a la influencia de la antigua colega de profesión. Incluso la propia presidenta de los periodistas sentenció, si estuviera ejerciendo la profesión sería la primera en condenar el veto.
Con estos mimbres no parece una cuestión de desinformación y si el resultado de un mal consejo o la ausencia de un buen consejero. Y extraña que el monarca, siempre bien aconsejado, abra ahora sin motivo aparente este frente con la prensa. Es cierto que es difícil suplir a su mejor y más leal consejero, su padre, Don Juan, el rey sin trono y sin corona, y al ex jefe de la Casa Real, Sabino Fernández, pero cuesta creer que entre sus más cercanos no exista alguien capaz de poner fin a este absurdo veto y desaconsejar la mordaza.
En vísperas de otro aniversario de aquel 23-F en que descubrimos que teníamos un rey, sería estúpido y anacrónico tener que debatir sobre una cabeza sin corona o una corona sin cabeza, del mismo modo que es estúpido y anacrónico debatir sobre las plumas para la censura o sobre la censura para las plumas.
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