martes, 8 de septiembre de 2020

La novela de Joaquín ("El imposible lenguaje de la noche")


El poeta Joaquín Fabrellas le ha quitado tiempo a sus versos para parir su primera novela. Ha empleado varios años, lo que sugiere y a la vez implica dedicación y mimo; para la creación de los personajes, la recreación de los distintos escenarios, el desarrollo de la obra... 
El resultado no es una novela al uso, pero cuenta con un personaje principal, Paul Demut, que enhebra el hilo de las tres partes en que está dividida la obra y de cada uno de sus capítulos. Junto a él van apareciendo y desapareciendo el resto de protagonistas, reales y ficticios, con mayor o menor peso en el relato; y Nueva York, que ocupa un espacio propio, esa noche neoyorkina que es una invitación permanente hasta el amanecer para los noctámbulos. La ciudad que nunca duerme bien puede ser la que nunca despierta. 
Me evoca a Talese y a Wolfe. También rescata del recuerdo al Truman Capote de "Ataúdes de artesanía", menos lírico y más directo. Nunca me he molestado en comprobar si fue anterior o posterior a “A sangre fría”, creo que es posterior, pero ambas quedan a años luz de “El arpa de hierba”. Y tiene el sabor añejo de las buenas novelas policiacas (Por cierto, una recomendación de novela negra actual, “Que de lejos parecen moscas”, de Kike Ferrari), aquellas en las que se recrean personajes y atmosferas que casi se pueden palpar, como las de esos clubs nocturnos en los que el humo y el whisky se mezclan con los acordes de la música; unos de esos que cierra cuando asoma el sol y en los que dejas enterrados una parte de la memoria y el origen de un deseo, alcanzado o no, de una noche. 
La música y la literatura ocupan un lugar predominante en la obra. Músicos y escritores. Poetas y músicos de jazz. Músicos y poetas malditos. Pero también hay lugar para otras artes, como la pintura o el cine. Coltrane, Davis, Parker, Evans, Monk, Kerouac, Ginsberg, Thomas… hasta Reed y Cash van desfilando por las páginas del libro de la mano y el verbo de Demut. 
Acabamos de celebrar el centenario del nacimiento de Charlie Parker, pero yo escuché en directo a Miles Davis una noche de verano en Jazzaldia. Un músico fundido con su trompeta. Un talento desbocado, indomable e impredecible. Era único. Como cada uno de ellos. Y todos tuvieron que pagar su tributo por tanto talento. El destino, el poder, la noche neoyorkina, quizás solo era placer o la gasolina que mantenía el motor de la creación en marcha; primero fue la ‘manteca’, y siempre el alcohol. Luego llegó aquel polvo blanco que cabalgaba, como su talento, desbocado por sus venas. La hipodérmica se convirtió en algo tan inseparable como la trompeta. 
¿No vieron Howl? Aquella película en la que James Franco aullaba ese poema maldito del poeta maldito al que interpretaba. Quizás todos fuimos ‘beatniks’ en algún momento de ese tiempo pasado que es la juventud, cuando leímos “En el camino” o cuando soñamos con esa Nueva York y aquella América que nadie nos había contado antes. O puede que lo hicieran, pero no prestamos atención. Los malditos. Lo prohibido. Las mejores etiquetas para la atracción y el consumo. 
Una novela no solo es lo que cuenta y cómo lo cuenta. También es la capacidad de sacarte de sus páginas sin abandonarlas del todo para realizar tu propio viaje. “El imposible lenguaje de la noche” es una de esas novelas. Una novela que se lee. Y se escucha.

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