sábado, 15 de mayo de 2021

¡Oye, ni tan mal!

Se ha convertido en una expresión recurrente en casa. Su perpetrador es uno de mis hijos. Y se puede aplicar a un sinfín de situaciones y conversaciones. Recurriendo al refranero, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. 
Hagan la prueba. Comprobarán que puede entrar de frente o de canto. No argumenta. No justifica. No explica. Hasta diría que apenas aporta. Pero encajar, encaja. Además, si se suelta sin venir a cuento, hay risas aseguradas. 
Podría dar la impresión de reflejar un estado de ánimo. Y aunque pudiera ser o parecer, nada más lejos de la realidad. Porque su utilización es válida incluso en el peor de los tragos, para revestirlo de optimismo o de una fina capa de ironía. Pero en ningún caso evitaría el sabor amargo del momento. 
En estos tiempos de pandemia conviene tenerlo a mano, como las mascarillas, el gel y el móvil en espera de esa llamada que anuncia un nuevo mesías en forma de vacuna. Y ante cada nuevo avance de la desolación, se exclama con la convicción del converso. 
Puede gritarse a pleno pulmón. Abriendo la ventana y lanzándolo al viento. O puede ser mascullado como una plegaria, casi en silencio. 
También puede emborronar la blancura del papel con un trazo decidido o con un temblor de esos que refleja que cualquier otro tiempo fue mejor o que al menos disimulaba las incertidumbres. 
Marida con la risa y el llanto, con el mohín y la media sonrisa, con la perplejidad y el entusiasmo. 
Ya saben, no se despisten más de lo necesario. Y ante esto o aquello ¡Oye, ni tan mal!

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