lunes, 6 de febrero de 2012

El derecho a vivir

Agitar las conciencias. Mecer los vientos de la mente y abrir ventanas para que fluyan y se renueven. Despertar para rebelarse contra el miedo y superar la parálisis que éste siempre produce. Es fácil pensarlo, decirlo y por supuesto, escribirlo.
La realidad, sin embargo, dicen que es obstinada. Y debe ser así, porque salvo casos contados y los primeros pasos del denominado Movimiento 15-M, permanecemos paralizados, sumidos en el inmovilismo o en su defecto buscando la postura que nos haga pasar desapercibidos para que el mensajero portador de malas noticias deje su misiva al que está a nuestro lado.
Nos agarramos a la resistencia para disfrazar el miedo y nos justificamos en las circunstancias para aceptar con la cabeza gacha lo que ya ha llegado y lo que está por venir. Sí, ese mismo porvenir que ya damos por escrito, elaborado en la misma sala de máquinas donde se engendró esta crisis tramposa, que ha sido el mejor instrumento del neocapitalismo para sobrevivir y planificar las pautas de la involución que comienza a instaurarse en la vieja Europa y desde donde amenaza con extenderse al resto del mundo.
Abatidos, presas del conformismo, nos arrastramos ante la interminable lista de plagas económicas que nos asolan; esos jinetes de un nuevo Apocalipsis que recitan los locutores de radio y televisión como una maldición de alguna deidad y que toman la portada y las páginas de las publicaciones para no dejar lugar a la esperanza, con conceptos y términos técnicos cuyo significado nos es ajeno pero que voluntariamente hemos asociado a la debacle. La misma lista del miedo que sirve de coartada a nuestros gobernantes.
Huérfanos y desorientados, volvemos la mirada a Francia y nos damos por satisfechos con el enunciado de cuatro postulados progresistas, que probablemente no sean más que una retahíla de promesas electorales. Un lastre del que se podrá prescindir en el caso de alcanzar un triunfo electoral. Y aún así, al apagarse las luces no sólo en Europa, sino más allá del Atlántico y en Oriente, la llama francesa, pese a su inconsistencia y la escasa fiabilidad de su portador, aparece como el guijarro que brilla con el reflejo de la luna para reconocer el camino de regreso. Y ese es el error y la perdición: soñar con regresar. ¿Retornar a dónde? ¿Y para qué? ¿Confrontar dos modelos que no atienden las demandas de los pueblos y sólo dan respuesta al poder político y económico? ¿Esperar que la crisis, como en otras etapas de la historia, haga resurgir el totalitarismo?

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