martes, 11 de octubre de 2011

El puente de piedra

Me han prometido muchas cosas en mi vida, muchas de ellas incumplidas, pero nunca me habían prometido un puente. Un gran puente de piedra sobre el río, que la semana pasada pude al fin recorrer de un extremo a otro.
Me gustan las piedras y me gusta lo que cuentan. Lo que se siente a su contacto con la piel, lo que imaginas al contemplarlas y lo que no logras oír pese a pegar el oído, casi aplastándolo, contra ellas.
Un río con siete puentes es un gran río. Pero sin menospreciar a sus hermanos, más jóvenes y de hierro, yo prefiero el puente de piedra. Sólido, firme, apenas gastado por el paso del tiempo y las caricias del agua y el viento. Un superviviente.
Crucé ese puente. De orilla a orilla. Y recorrí ambas márgenes con la mirada. Apoyé las manos en su borde de piedra y dejé que mis ojos de gato jugaran con el agua oscurecida por la noche y buscaran respuestas que no hallaron. Me equivoqué, porque debí preguntar al puente y no al agua, sentir sus lomos de piedra y sus pilares hundidos en esa agua y en la tierra.
Imaginé aquel otro puente que habita en el interior de algunas personas, que no siempre sirve para cruzar de una a otra orilla y se extiende sobre un río aparentemente seco. Y sin embargo, desde ese otro puente se perciben las corrientes y los remolinos de agua. Como una huella de la memoria. Un puente construido con vísceras y vivencias, asemejando piedras, pero menos sólido y firme.
Pensé que ambos puentes, de un modo u otro, cruzan el río de la vida. Y también pensé, tras dejar a mi espalda el puente de piedra y echar una fugaz mirada a los dos leones que lo guardan, que no es poco para un gato escapar indemne del agua y de un par de grandes felinos, aunque sean de bronce.

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