martes, 16 de marzo de 2021

Mi "Moby Dick"

Llevo años detrás de una edición de “Moby Dick” que sea de mi agrado. Encontré una, pero en aquel momento su precio me venía largo y nunca más volví a verla; así que, ante el fracaso en la búsqueda, supongo que acabaré por adquirir una simplemente correcta y mi ballena blanca continuará surcando los mares. 
La novela de Melville y “La isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson, son junto a “La isla misteriosa” y “Un capitán de quince años”, ambas de Julio Verne, las primeras novelas que tengo noción de haber leído. 
Probablemente de las cuatro, “Moby Dick” era la menos adecuada por la edad. Con el paso del tiempo, aquella caza perserverante del cetáceo se fue convirtiendo en una novela diferente, en la que la perserverancia se convertía en obsesión, la línea entre cazador y monstruo se hacía cada vez más difusa y hasta el mar dejaba de ser el mar. Cierto es, que desde entonces, y hablamos de décadas de una vida, nunca he dejado de contemplar a mi alrededor al capitán Ahab en sus distintas versiones. 
Hace poco me he visto de nuevo en la misma encrucijada con el precio de una obra, cuya adquisición en ese momento era como mínimo imprudente. Ese dèjá vu me llevó a pensar y a desear abrir una cuenta en una librería como se hacía en otros tiempos en distintos comercios. Una práctica que imagino estará ya en desuso. Sin embargo, me parece algo muy práctico. 
Bastaría con hacer unos desembolsos hasta alcanzar una cantidad determinada de fondos que garantizasen la solvencia. No necesariamente elevada y cuya cuantía acordarían librero y cliente. Y a partir de ahí, es el propio cliente quien decide cargar su adquisición al fondo, pagar una parte o abonar la totalidad del coste de su compra, manteniendo el fondo para futuras adquisiciones. Por supuesto, siempre existiría la opción de realizar nuevas aportaciones. 
Este modelo sería aplicable también a tiendas de discos. Aunque es cierto que de estos comercios cada vez quedan menos. Razón de más para contribuir a su pervivencia. Ahora que vivimos ese revival del vinilo, con ediciones (en la mayoría de los casos, reediciones) de precios desorbitados y destinadas fundamentalmente a coleccionistas, sería una buena fórmula para darse el capricho de comprar ese disco con extras, cuya adquisición por unas causas u otras suele desecharse. 
Esa cuenta abierta sería un buen aliciente para la caza. Porque los cazadores de libros y discos nunca renuncian. Y aunque las novedades son apetitosas, su captura no es comparable a la de alguna antigua presa. 
Reconozco mi fracaso con “Moby Dick”. Y solo puedo confirmar que la partida no ha terminado todavía. Y sé que no es consuelo, pero de algún modo existen otras piezas que compensan la actual derrota. Sin ir más lejos, hace unos años topé en una librería de Barcelona con un ejemplar de “Bartleby, el escribiente”, también de Melville, ilustrado por Scafati y traducido por Borges. En aquel momento no podía pararme a comprarlo y lo dejé allí con la esperanza de que pasara desapercibido. Al regresar a Barcelona, unos meses después, acudí a la librería con la esperanza de que aquel ejemplar de la editorial La marca editora no hubiera sido vendido. En un principio no lo hallé y pensé que había vuelto a fracasar, pero unas estanterías más allá, medio oculto entre dos libros, lo descubrí. No me ha hecho olvidar mi otra caza, pero si me ha dado la oportunidad de pensar en mi “Moby Dick” con un brillo en los ojos y media sonrisa.

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