viernes, 28 de agosto de 2020

La soledad de las piedras

  
Mis piedras de Baeza te acompañan hasta en la madrugada. Cuando apenas se rompe el silencio y la noche impone su ley serena, el cielo oscuro con el brillo de las estrellas y la luz de las farolas guiando los pasos del caminante como el faro solitario muestra el camino de las olas al marino. 
En la soledad y con esa luz nocturna se ven, si cabe, más hermosas. Cómplices y compañeras de mi deambular en una plaza en la que la princesa Himilce se eleva sobre los leones, quizás esperando el regreso del cartaginés que no pudo ya contemplarla con vida. Donde nadie nos acompaña, donde ella desde el recuerdo funerario y yo desde una esquina de la plaza contemplamos esa imagen única que nos brinda este mes de agosto que llega a su fin. 
Acaricio una vez más esas piedras con la mirada y con las yemas de mis dedos. Siento la rugosidad de la piedra y espero el susurro que trae los ecos del pasado, la confidencia del aquel tiempo que anhela ser desvelada. Y siempre, siempre, el recuerdo de D. Antonio por aquellas mismas calles; el poeta por esa plaza contemplando esas mismas piedras y dibujando un verso que quizás nunca plasmó. 
Andar y desandar los mismos pasos. Recorrer, quizás, el mismo itinerario. Sentir la oscuridad de ese mismo cielo y dejar descansar la mirada absorta en una estrella, viajando más allá, hasta ese lugar inabordable que alcanza la mente. 
La Baeza de ayer y de hoy. Una parte de la Baeza que nos sobrevivirá en el mañana. La que se ofrecerá a otros viajeros, la que recorrerán otros paseantes cuyos pasos pisarán las huellas ilegibles de otros tantos que antes la caminaron. Y las mismas piedras, una invitación a la pausa.

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