De repente el aire parece más irrespirable. La luz se torna mortecina. Y los colores tienden a un sepia preámbulo de un blanco y negro al que ya solo contemplábamos como algo artístico y no como la imagen triste de un país que ya creíamos lejano.
Las agujas del reloj giran en sentido contrario y el calendario reagrupa sus hojas como si lo avanzado no contara.
La lengua de la doblez teje redes de mentiras. Las miradas aviesas desafían desde las primeras planas. Y las cabezas hueras embisten contra un futuro en este presente que da cabida a la sinrazón.
La memoria recupera el sonido del miedo. La melodía desafinada de las botas sobre el piso que provocaba gritos y palabras ahogadas. La amenaza que empuja al silencio.
Los baúles se abren para desempolvar viejas patrias y banderas, himnos y fronteras con los que construir el laberinto donde habita la bestia. El material con que se levantan los muros invisibles que dividen y condenan.
Las palabras desprovistas de su significado y función son desterradas. La espada suple su orfandad y solo aletean las plumas de cuervos y urracas.
Los dedos señalan al otro, mientras un velo cubre los espejos de alcobas y salones con la complicidad de los presentes. La galería de ilustres es hoy más pasado que ayer ante la ausencia de herederos. Los petimetres ocupan el escenario luciendo una medalla y cruzando los dedos para que la mirada de un inocente no descubra la farsa de una victoria irreal.
Los vendedores de humo usurparon el lugar de los sabios. Y sentados a la mesa del poderoso le leen las líneas de la mano pronosticando un tiempo que no ha de llegar. Una tragicomedia en dos actos donde se enmascaran bufón y señor.
La serpiente abandona el huevo. Y en el templo de los ciudadanos pisotea la Carta Magna y levanta desafiante el brazo al frente.
¿Dónde están aquellos días azules y el sol de la infancia?
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