La iglesia se alza en un lado de la plaza del mismo nombre, frente a los renacentistas Palacio de Jabalquinto y la Antigua Universidad, entre cuyos muros Antonio Machado impartió clases y soñó versos.
De atípica altura para un templo románico, sus muros han descubierto antiguos frescos de rostros alargados y severos, escenas de crucifixión y martirio, tras una reciente restauración. Las mismas caras y escenas que trasladarían siglos atrás un temor que imagino infinito a los lugareños.
Palpo las piedras y siento esa necesidad de que me hablen. De que abandonen su silencio y de alguna forma me cuenten como en esa época pretérita, esos mismos muros eran a la vez sinónimo de protección y de amenaza. Cómo el párroco subía al púlpito, para desde la penumbra de una iglesia alumbrada con velas, antesala de una oscuridad más temible y amenazante en las calles, hablaría de salvación y de condena, de pecado y castigo, de premios, gozos y vida eterna. Pienso en sus palabras apoyadas desde el silencio por los serios rostros de las paredes del templo y no dudo de que la noche negra se apoderase del sueño de los feligreses. No dudo de que el temor superase a la fe.
Hoy, siglos más tarde, la iglesia de Santa Cruz permanece como testigo de aquel tiempo en el que la religión era el centro sobre el que giraba el mundo y los dioses se alzaban sobre los hombres. Y no dudo de la intencionalidad en mantener ese templo románico frente a edificios del Renacimiento, en un tiempo en que los dioses dejaron paso a los hombres y estos fueron la medida y el eje.
Las piedras no hablan con palabras, pero pese a incrédulos dicen más de lo que podemos pensar. Sólo necesitamos escucharlas.
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